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El rock de la cárcel

11 marzo 2008

REPIMPOROTEANDO EN EL CALABOZO
Músicos, técnicos, periodistas, público: quedan todos arrestados

HIPÓTESIS UNO: LOS POLICÍAS ACUDEN A TANTOS RECITALES PORQUE LES GUSTA EL ROCK. HIPÓTESIS DOS: ESTUDIAN EL MERCADO PARA LANZAR LUEGO SU PROPIA BANDA (¿BOTÓN RAP? ¿MATUTE Y LOS AZULES?). EN FIN. COMO MEDIDA PRECAUTORIA, QUIZÁ FUERA CONVENIENTE FUNDAR UN CUERPO ESPECIAL DE POLICÍA PARA PROTEGER A LOS ROCKEROS DE LA POLICÍA.

Por Marcelo Figueras
Fotografías de Eduardo Grossman

Le picaba la entrepierna. A Fito Páez. Mientras esperaba el colectivo –línea 218, ciudad de Rosario–. Le escocía, como si un gnomo se la untara con sal. A los quince años, en 1978 y de madrugada, su corazón batía desde un cono de sombras. Entonces lo vio: doblaba en una esquina, runrún de motores, luces largas, el cartel con el número indicador en penumbras. Le hizo señas. Venía hasta el tope. “Arriba, arriba”, lo conminaron desde las alturas del vehículo. Páez salvó la distancia de una zancada y estiró el brazo, el billetito esperando trocarse en boleto. Nada. Advirtió un rictus común, como de odio, que nimbaba el rostro de los pasajeros. Reparó, pues, en los hombrecitos de azul que se acercaban, y comprendió: ese 218 no estaba funcionando como habitualmente, sino que trasladaba docenas de detenidos hasta la comisaría. “Nos vas a acompañar a la seccional, flaquito. Te subiste al bondi indicado”, se mofaron de él. La entrepierna seguía ardiéndole, como la boca de un crucificado.
No conozco a nadie, virtualmente, de los que profesan un amor sincero al rock, que no haya tenido el privilegio de pasear alguna vez en esa clase de bondis. El acoso sistemático de la policía, compulsión del ovejero por ahorrar movimientos al rebaño, ha sido el responsable de la peculiar democracia que ha imperado desde siempre en el rock local: todos, artistas, plomos, managers, técnicos, público, sin pendones distintivos, han concretado giras, con pasmosa regularidad, por las seccionales del país. Quizás una pericia aritmética ayude a explicar la persistencia del romance: de los veinte años de vida que acusa el rock argentino, tan sólo cinco transcurrieron bajo el imperio de alguna suerte de democracia. Cifras que reclaman una cierta comprensión para con los azules, puesto que no es fácil guardar compostura con el rebaño luego de década y media de alimentarse a base de cordero. Admitamos, también, que su esfuerzo por abandonar los vicios de antaño no es, digamos, demoledor. Quizá se deba a que, como connaisseurs de la moda actual y su tendencia al reciclaje, los azules estén aguardando que el look salvaje vuelva a entrar en boga.
En esta commedia que es la historia del rock local, el de los azules es un personaje recurrente. Un coro a la griega con ínfulas de primer actor, que no se contenta con comentar la trama sino que también brega por pautarla, atarle moños y encaramarse a ella. Son inevitables, como Castiglione al lado de Moria. Ellos, y no otros, zumbaban en torno de Moris, Pipo Lernoud, Tango, Nebbia y los demás que estaban inventando la cosa en La Perla del Once. Ellos precipitaron el cierre de La Cueva, boliche mítico, versión local del Cavern, “donde comenzó todo”. A comienzos de 1967, “alguien” dejó caer dos bombas de humo en su interior. Cuando la gente salió, no sólo estaban esperando los bomberos, sino, también, las cámaras de Canal 7, en un portentoso alarde de olfato periodístico. El locutor de turno hacía malabares dialécticos para vincular el humo a la “depravación de los melenudos”, como si una cosa fuera natural consecuencia de la otra. A partir de entonces, las “visitas” de los azules a La Cueva arreciaron. En una de sus últimas incursiones se llevaron a los dueños, Nybardo Bravo y Claudio Milanesi, y a los cinco Gatos, que estaban sobre el escenario en el momento de la razzia. Los dejaron en el calabozo, en pleno invierno, sin otra cobija que el sudor, durante toda la noche. Al otro día regresaron a encanutar a Los Gatos, para que repintaran la celda donde habían dejado inscripciones “de amor y paz”.
Cuenta Miguel Abuelo cada vez que memora los inicios: “Éramos carne de calabozo”. Durante uno de los primeros conciertos de Almendra, en el Payró, 1969, cayeron azules disfrazados de civil, sobre los primeros compases de Plegaria para un niño dormido. Se ordenó el desalojo. Emilio Del Guercio, bajista, cantante, esbozó un gesto de contrariedad. El oficial le pidió que se acercara. Cuando estuvo a tiro, el azul le cruzó la cara de un revés. El público, primero alelado, reventó en un único grito: “Andá a cagaaar, andá a cagaaar…”. Todos adentro. Al día siguiente, Edgardo Suárez invitó a los Almendra a su programa de radio Belgrano, para hablar del incidente. Iniciativa que le valió el despido.

Poco antes del Adiós, en agosto del 75, los Sui Generis se presentaron en Uruguay. Tocaron entonces la versión completa de Botas locas, donde Charly releía satíricamente su experiencia en la colimba. “Caímos todos en cana, hasta los equipos”, recuerda Nito Mestre. De civil, mezclados entre la gente, los tiras habían grabado el recital, aunque con un sonido sucio, saturado: quisieron descifrar las letras, pero sin mucho éxito. Comenzaron a indagar por ellas entre los músicos. “Ah, no sé, yo toco la batería”, alegaba Juan Rodríguez. “No tengo ni idea, yo toco la flauta”, se escabulló Mestre. Llegaron, inexorablemente, a García, quien en el acto cambió la letra. Donde cantaba “Si ellos (los militares) son la patria, yo soy extranjero”, aseguró que correspondía este verso: “Si ellos son la patria, yo me juego entero”. Las quijadas de los azules rebotaron contra los mosaicos. Un oficial inquirió a otro: “Che, estos muchachos son patriotas… ¿Por qué los trajeron?
Dice David Lebón: “Caer en cana después de un recital era algo folclórico. Los pibes iban a los teatros con almohaditas, para dormir más cómodos en el calabozo”. Durante la presentación de Peperina, cuarto álbum de Serú Giran, una mujer policía zarandeó a un pibe que intentaba saltar la valla entre platea y escenario. Charly registró lo que ocurría, y paró la música. “Largá a ese pibe, porque de otro modo no seguimos”, gritó. Los azules se retiraron, pero no del todo: esperaron a la salida.
Sería erróneo colegir, a partir de estas historias, que es la escencia transgresora del rock la que latera el ritmo circulatorio de los azules. El rock carece de tales “escencias”: pensarlo transgresor por definición es igual a endiosarlo, puesto que sólo de un dios se predican las bondades absolutas. Algunos, incluso, les resultan agradables. Claro: están los otros. Los que escuchan, bailan o hacen rock como una forma de liberar energía. Los que blanden el rock como Alejandro la espada: pretenden, a través suyo, cortar el nudo gordiano de los condicionamientos –afectivos, sociales, políticos–. Tal vez estén equivocados. Lo cierto es que son éstos, y no otros, los que hacen fallar un latido a los azules. Quizá porque le han perdido el gustito a eso de recibir órdenes. Quizá porque no admiten otro imperativo que el del placer. Encarnan, pues, la contrapartida ideal para quienes, como tantos de los que tienen carnet para ejercer la violencia, sienten un goce sensual al estropear la alegría ajena. Al interrumpir conciertos. Al reclamar documentos. Al detener gente a la salida de los boliches. En fin: a veces, muy de tanto en tanto, hay quien les enrostra una respuesta airada. En enero de 1983, Charly García tocaba como solista en Obras. Minutos antes de salir a escena, irrumpió en el camarín un morocho que se presentó como “oficial de civil”. Con grandes aspavientos, afirmó que su presencia se debía a la necesidad de “confiscar el whisky”. Hubo unos segundos de expectante silencio. Hasta que García, un dandy, dejó de lado el vaso de scotch y la emprendió a empujones con el hombre, sugiriéndole que se fuera a “la remil puta madre que te parió, hijo de puta”. El señor no volvió a aparecer…
Habrá, tal vez, quien vea en esto una mera cuestión de anecdotario, apuntes para el folklore rockero, una versión gráfica de Grandes valores del rock encanado. Diría una computadora: error, error, error. Esto no es ayer. Esto no es el álbum fotográfico de papá hippie. Esto es hoy. Que le pregunten, si no, a los Fricción y al centenar de personas que había ido a escucharlos hace un par de meses, en La Capilla: todos adentro, como en los viejos tiempos. Que le pregunten a Páez, a quien un monito de civil apretó, durante el concierto de los Ramones, para que “mostrara los brazos”. Que les pregunten a aquellos que vuelven a recibir amenazas telefónicas, con voces que hieden a arrabal, Fontanares y tinto del berreta. Que les pregunten a aquellos cuyas salas de ensayo reciben diarias visitas de los azules. Que les pregunten a Los Mimilocos, Sentimiento Incontrolable, Euroshima, Los Corrosivos y tantos otros grupos nuevos a los que la experiencia enseñó el texto de los edictos policiales antes que el Preámbulo de la Constitución. Que les pregunten a los tres pibes de Ingeniero Budge. Esto no es ayer, vida mía. Esto es hoy. Joder, que las bandas de los regimientos están emperradas en ensayar marchitas…
Me viene a la memoria una de las (innumerables) ocasiones en que los azules intentaron sofrenar las orgías ricoteras: el Festival Pan Caliente, en 1982. Los Redondos serruchaban Criminal mambo, una docena de beldades danzando en torno al Indio Solari. Un soutien se elevó por los aires, trazó una parábola, cayó sobre la platea. Esto es demasiado, pensaban los azules al abordar a Poli, manager e “ingeniera psíquica” de la banda. Le plantearon su ultimatum: “O bajan ellos o subimos nosotros”. Cinco años más tarde, cosa loable, sus intenciones siguen siendo transparentes: bajar del escenario a cuanto hereje mansille la Santa Cruz, los Sagrados Oleos y el café con leche, o, lo que es igual, hallar la excusa apropiada para irrumpir ellos en el escenario –ay, ese regusto por las candilejas, por el emperifolle, por la figuración…
Ocurre que, en fin, los herejes han batallado duro para hacerse un lugar en ese escenario. Quizá cabría mentarlos, a los Tango, García, Redondos, Páez, como cainitas, porque, al igual que el personaje bíblico, son una paradoja viviente: parte de la historia que los escribas oficiales querrían borrar, o al menos banalizar, y, a la vez, objeto evidente de algún tipo de gracia (“El Señor dijo: el que mate a Caín lo pagará siete veces…”). El hecho es que han logrado hacerse escuchar, y dudo que piensen resignar esa gracia ante el primer prepotente que los encare, por más azul que sea su chaqueta. Es que los herejes detestan ese color: fobia de origen fisiológico, según me explicaron…


Fuente: suplemento Caín # 1, revista Humor ®, 1987
La nota de Caín que reproducimos conserva las negrillas y cursivas del original.

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