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Temporadas en el país de las maravillas / 4

22 noviembre 2008


Estando en la costa en aquellos momentos, me era imposible ignorar el movimiento a mi alrededor. Mucha gente quiso volver a casa para cuidar el dinero que le quedaba. Habiéndose convertido cada billete en algo así como un tesoro, era para todos un paso lógico.
Podía notarse en sus caras quiénes habían quedado en bancarrota y quiénes disfrutaban de sus vacaciones por no haber dejado dinero en el banco. La costa era una especie de abanico donde en cada pliegue se podía hallar una realidad distinta. Se cerraba y se abría, nos alejaba y unía cada vez.
Me quedé sola en el departamento mientras Marie y sus “viajantes de paso” tomaban sol en la playa. Había pasado todo el día anterior en el mar y no había una sola parte de mi cuerpo que no sintiera en llamas.
Me recosté y comencé a recordar muchas cosas, situaciones y ocasiones en las que me había sentido un poco de ese modo, como parte del abanico. Recordé a mi amiga Alex y nuestra terrible insatisfacción en los tiempos de escuela. Ambas vimos de cerca a una parte de la juventud que se creía subversiva, cuando en realidad cumplían el papel de una pava que es llevada al fuego para servir té o café. Estaban constantemente hirviendo y creyendo que sus ideas eran propias. Algunos conocían la palabra “convicción”, mientras que el resto no sabía su léxico y disfrutaba de la popularidad banal que conlleva una rebeldía irreal.
El sacerdote del establecimiento hacía orgías con menores de edad y abusaba del alcohol. Las autoridades comunicaron que había viajado a Nueva York cuando en realidad estaba preso. El grupo de engreídos hablaba de justicia y compromiso, pero apenas pasaron dos semanas, los vi riéndose y diciendo que el cura era “un capo”. Supuse que las contradicciones surgían porque no entendían nada y sólo obedecían a órdenes intelectuales, que a decir verdad, tampoco eran nada.
También había de “los otros”, los que mantienen la boca cerrada durante los cinco años de escuela y parecen tener un orgasmo si alguna autoridad halaga su desempeño. Decían que una persona rebelde es estúpida, alguien de quien hay que cuidarse porque odia a todo el mundo sin fundamento. Esos perros falderos creían sólo lo que les ofrecían creer y les era más sencillo decir esas cosas.
Claro que nosotras falsificábamos firmas y mandábamos a todos al carajo, pero nadie nos pidió hacerlo y durante toda mi vida tuve que aprender las cosas por mi cuenta. Uno piensa durante años qué está bien y qué está mal, hasta que un buen día se mete todo en el culo porque no hay más que eso. No hay satisfacción de ninguna de las partes y sólo queda ser fiel a uno mismo, hacer lo que venga en gana sin joder a nadie pero sin dejarse joder. Sin pensar, simplemente, qué es lo bueno y qué es lo malo en esta vida.
Finalmente Irene estuvo satisfecha y Marie salió airosa de la situación. La pareja estaba feliz y la venta confirmada. Regresarían a la capital para reunirse con Irene, mientras Marie y yo sentíamos un gran alivio y aún teníamos tiempo de sobra para meternos en problemas.
Un mediodía despertamos cuando el sol nos abofeteó la cara. Habíamos olvidado bajar las persianas después de jugar a las cartas toda la noche. Mónica y Paula dormían como bebés en el suelo del living, y tuve que ir hasta el baño en puntas de pie para no pisarles la cabeza.
Marie les dejó una nota y nos fuimos a comer a un bar barato y viejo, lleno de personajes extraños. Parecía uno de esos lugares que pueden hallarse al costado de la ruta, cerca de los moteles. Seguramente no figuraba en ningún folleto turístico, pero la comida no estaba nada mal.
Una pareja con dos nenes iba y venía del teléfono público. La mujer se tomaba la cabeza con preocupación y dos jóvenes se reían de ella desde una mesa, haciéndose gestos y tardando en comer para observar.
La familia claramente no era del lugar. Se les notaba cierto temor y al mismo tiempo bronca por haber ido a parar allí. En cambio, los jóvenes lugareños se veían distendidos, sin prisa, y llevaban remeras sucias y gorras como las de baseball.
Marie terminó su cerveza y fue hacia el baño, mientras yo me levantaba con esfuerzo para acercarme a la familia y entender qué les pasaba. Apenas sonreí, la mujer me pidió cambio para hacer otra llamada. Su esposo alzó a uno de los nenes y se acercó.


- Te lo agradezco, de verdad. Hace como una hora que estamos acá tratando de hablar.
- No hay problema, ¿pasó algo malo? –pregunté, a pesar de que era algo obvio y el tipo tomó aire como si fuera a relatarme la Odisea de Homero.
- Quedamos en medio del quilombo. Mi suegra se descompensó esperando en la puerta del banco, ¿viste? Todavía está mal y ahora tenemos que cambiar los pasajes y volver, pero tendríamos que hacer magia para llegar con el efectivo.

Marie volvió del baño y quiso irse, pero antes me acerqué a los jóvenes lugareños con la excusa de preguntarles la hora.

- Un lío con esos, ¿no? –comencé.
- Sí, ¿qué te parece? Mirá, nosotros quisimos tirarles unas monedas, pero creyeron que íbamos a pedirles algo y casi nos mandan a la mierda. ¡Que se jodan! Todos tenemos problemas.

Tal vez los pliegues del abanico se estaban abriendo en la misma dirección.
Llamé a casa y encontré a mi padre, que estaba usando mi computadora y disfrutando de sus vacaciones. Marie también llamó a la capital. La escuché pedir que “todo esté en paz y preparado” al regresar, y luego me invitó a una fiesta con gente que yo aún no conocía, a modo de celebrar cualquier cosa. Marie adoraba arreglar las jodas con antelación y hacía fiestas simplemente porque sí.
Después de hacer nuestras llamadas caminamos por la playa, puteando y peleando irritadas por el calor. Fuimos hasta el muelle y vimos a una chica masturbando a su novio entre unas rocas. Las olas rompían a nuestros pies y retrocedían dejándonos su espuma. Regresamos al atardecer con las “viajantes de paso”, nos cansamos de andar y nos acostamos en la arena tibia con un perro vagabundo que se quedó junto a nosotras. El horizonte parecía estar pintado a mano, y tras observarlo un largo rato, nos preguntamos si acaso Dios le daría pinceladas al cielo para dejarlo de esa forma.
No puede apreciarse de ese modo entre los altos edificios de la capital, donde tampoco hay tiempo suficiente para pensar en ello. En la playa se respiraba nuestra propia existencia; nos hacía reír y pensar sobre cuestiones extrañas y luego nos ofrecía un alivio que, al menos para mí, era algo así como una voz interna que me dejaba entender que no era necesario hacerme tantas preguntas. Sólo tenía que relajarme y disfrutar cada vez que me sintiera así.

Los días pasaban rápidamente. Estaba comenzando a tener ganas de conseguir un empleo y quedarme. Tal vez alquilar un departamento barato cerca de la playa o a treinta cuadras, no importaba, pero realmente me planteé vivir en esa ciudad. Adoraba el mar y la playa. Me gustaba el constante aroma a sal que llenaba las calles y las casas de piedra. Había empezado a soñar, pero tuve que detenerme y recordar lo impulsiva que solía ser. Tampoco tenía el dinero para hacerlo.
Así que en cambio me quedé con mis compañeras un par de días sin salir, para ahorrar, jugando a las cartas y consumiendo comida chatarra. En la tele no pasaba nada interesante, salvo por alguna película vieja, y ya quedaban pocas cervezas en la heladera. Sobre la mesada de la cocina había un colgante del que pendía una “K” dorada que Marie había rescatado del mar.
Muertas de aburrimiento, nos dirigimos a un restaurante chino de tenedor libre que estaba cerca del centro. Era un lugar poco agradable pero para nada caro. Los manteles no estaban del todo limpios. La tele estaba encendida y constantemente venían hasta nosotras los aullidos de los nenes que correteaban entre las mesas, desobedeciendo a sus padres. Una china observaba todo desde el mostrador y ofrecía helado a los nenes sin moverse de su lugar, señalando la pequeña heladera que tenía a su izquierda.
Había que hacer fila para tomar la comida de las bandejas y no teníamos muchas ganas de esperar. Tampoco teníamos hambre, así que fuimos directamente al postre y tomamos una porción de torta de chocolate cada una. Le puse crema encima y volví a la mesa.”.


[Continúa...]

Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg

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