Pages

El libro de la almohada

18 diciembre 2008


Escribe: Fernando Chiappussi

Hace un milenio, mientras la civilización occidental se debatía en una extensa cruzada contra las tribus musulmanas (como se ve, una vieja costumbre), miles de kilómetros al este, Japón vivía un momento de estabilidad y prosperidad, acompañado de un gran esplendor cultural: el llamado período Heian, suerte de “siglo de Pericles” nipón que, en rigor, duró casi cuatro centurias (794 a 1185). Considerado el período clásico y fundacional de la literatura japonesa, es el momento en que el Imperio comienza a depender menos de la vecina cultura china y a crear su lengua y escritura propias. El arte tiene mucho que ver con esto: es común que los nobles lean y memoricen la poesía de sus antecesores, los concursos de poemas están a la orden del día y hasta los amantes furtivos están obligados, por rigurosa etiqueta, a enviar unos versos a la mujer cuyo lecho acaban de abandonar.
En medio de tal prosperidad surge -un poco como lo harían las lenguas romances a partir del latín vulgar- la escritura fonética japonesa, que simplifica los clásicos ideogramas de la china, dotándolos de personalidad propia. Como las mujeres tenían prohibido estudiar en profundidad el lenguaje chino -destinado, como el latín en Occidente, a la gran literatura y los documentos oficiales-, escribían en este japonés primitivo, que pronto manejaron con soltura: de ahí que fueran responsables de las grandes obras literarias del período. Eran mujeres de la corte, habituadas a estudiar a los poetas para entretener a las varias consortes del emperador, a quienes servían como damas de compañía. Las más famosas son Murasaki Shikibu, autora del Romance de Genji, y Sei Shônagon, conocida por El libro de la almohada, del que ahora llega la primera versión completa en español. Es el mismo que adaptó Peter Greenaway muy libremente (por no decir que agarró para cualquier lado) en su película Escrito en el cuerpo (The Pillow Book, 1997).
ANIMALES BORGEANOS. Rivales entre sí -aunque sirvieron a emperatrices diferentes-, Murasaki y Shônagon representan dos estilos distintos en la naciente literatura japonesa: el Romance de Genji es una extensa y elaborada narración, con gran desarrollo de personajes y un tono reflexivo, casi melancólico, que hoy llamaríamos existencial. Por el contrario, El libro de la almohada es una colección de fragmentos escritos “al correr de la pluma” (en rigor, del pincel con que se dibujaban los ideogramas) a la manera de un diario, donde la autora describe su conducta y la de sus contemporáneos con tono juguetón y contemplativo. De hecho, estos fragmentos traen tanta información sobre la vida cotidiana de Palacio que hoy constituyen una de las principales fuentes para los historiadores del período.
Pero no hace falta ser un interesado en la cultura japonesa para disfrutar del Libro de la almohada. Su atractivo va más allá: de hecho, a menudo sorprende por su actualidad. El tono intimista de su prosa, presente aun cuando detalla el protocolo de alguna ceremonia oficial, consigue acercarnos a la historia pequeña, personal de los que allí estuvieron. Esta prosa en primera persona deja en el lector una sensación ambivalente: el esperable exotismo de la escena deja paso a una curiosa familiaridad, avivando el interés. La edición castellana se compone de 185 fragmentos, en su mayoría breves y dispuestos sin orden aparente. No hay referencias cronológicas concretas más allá de las estaciones del año. Algunos de los textos son descripciones de algo que llama la atención de la autora, desde el rocío en los pétalos de una flor hasta la armonía de colores en los vestidos superpuestos de un noble: la descripción minuciosa del objeto y lo que su visión provoca insisten en un éxtasis de la contemplación, que uno diría "zen" si no fuera que este movimiento es dos siglos posterior.
Una segunda categoría corresponde a las listas de cosas o situaciones, ordenados desde los criterios más disímiles, como la famosa clasificación de los animales de Borges: cosas desagradables, "hierbas y arbustos", "cosas que emocionan" y así. Otra vez, lo elemental de la reflexión a menudo desarma al lector, que no sabe si maravillarse o compadecerse de la actitud simple y sin cuestionamientos de la escritora.
Pero sin duda los fragmentos más perturbadores son los francamente narrativos, en donde se cuentan anécdotas de la vida en palacio. Además de ilustrar sobre la vida cotidiana del Japón de entonces, ponen de manifiesto el carácter juguetón y desafiante de la propia Shônagon, no sólo ante sus compañeras sino también -y sobre todo- ante los hombres, aun los poderosos, que encuentra a su paso. La emperatriz Sadako, a quien Shônagon sirve, suele propiciar estos intercambios a veces verbales, otras epistolares, que ponen a prueba el ingenio de su sirviente, lo que sugiere que la tenía entre sus favoritas.
Shônagon tiene una mente brillante y lo sabe. El libro abunda en la réplica aguda, incluso mordaz, y el humor con que desnuda las pequeñeces y preocupaciones de todos los personajes de la corte sólo se detiene ante la familia imperial, hacia la que muestra una admiración incondicional. El pueblo, en cambio, es visto sólo ocasionalmente y a la distancia: "cuando me imagino como una de esas mujeres que viven en su hogar sirviendo fielmente a sus maridos -mujeres que no tienen la menor perspectiva interesante en la vida pero que creen ser perfectamente felices- siento un poco de desprecio”, dice en las primeras páginas del libro. Leyendo éste y otros comentarios, no sorprende que Murasaki la haya descripto como "terriblemente engreída" en su diario.

AMOR A LA CARTA. Más allá del tono contemplativo y despreocupado con que se describen las costumbres de palacio, hay un subtema escondido en buena parte de los fragmentos: el de la vida amorosa de la propia Shônagon, caracterizada por la perpetua seducción y el amor furtivo.
En el libro se describen y comentan las costumbres y etiqueta de los amantes ("un buen amante se conducirá con elegancia tanto en la oscuridad como en cualquier otro momento...”), pero Shônagon se cuida de contar historias personales. Sin embargo, muchas alusiones permiten suponerla una seductora consumada, que aprovecha su cultura literaria para hacerse atractiva e interesante. A diferencia de las mujeres del pueblo, las de la corte podían recibir hombres en sus aposentos e incluso pasar la noche con ellos sin ser socialmente reprendidas (aunque algunos hombres las tratan de frívolas). De hecho, la autora llega a recomendar un poco de "mundo" a sus congéneres antes de casarse: "podrían vivir por un tiempo en nuestro ámbito, y hasta asumiendo el papel de asistentes, de modo que pudieran conocer las delicias que nuestro mundo tiene para ofrecer”.
Intentar descubrir entrelíneas en la vida amorosa de Shônagon se convierte en un juego fascinante, porque el texto da a entender que la autora esconde mucho más que lo que dice. En uno de los fragmentos, Shônagon se mofa repetidamente del guardabosque Narimasa, a cuya casa se ha mudado la Emperatriz con su séquito. Después de soportar sus bromas durante el día, el dueño de casa aprovecha una cerradura rota para abrir la puerta del cuarto donde duermen las damas de compañía, ansioso por hablar con ella. "¿Se me permite entrar?”, repite en el umbral, ante la risa de las jóvenes. Shônagon, que califica de "lasciva" la conducta de Narimasa, le niega el ingreso. Después escribe: "¡Qué absurdo! Una vez que había abierto la puerta, lo lógico habría sido que avanzara de una vez, sin volvernos a pedir autorización. Pues ¿qué mujer le habría dicho ‘por favor, pasa’?
Unos días más tarde, cuando Narimasa desea comunicarle algo, Shônagon acude ante su presencia. "Me preguntaba si Narimasa haría alguna referencia a su visita de la otra noche y sentí que mi corazón latía con violencia”, admite, "pero no dijo nada... ”. Un diálogo posterior con la Emperatriz, pleno de eufemismos, da a entender que todos están enterados del cortejo. Pero el episodio termina allí. En otras ocasiones, Shônagon apunta al pasar la belleza de algún servidor de la corte, para luego conversar con él: pero si el diálogo dio lugar a un contacto más íntimo, sólo podemos imaginarlo. A menudo la narración se interrumpe en el momento en que esto empieza a ser evidente. Otro consejero de palacio, el Capitán Tadanobu, aparece varias veces a lo largo del libro, alternativamente peleándose y amigándose con Shônagon. Los diálogos e intercambios de mensajes con Tadanobu son verdaderos duelos verbales, a menudo con la presentación de poemas incompletos a manera de acertijos (el destinatario debe completarlos). Todo indica que se trata de un juego de seducción prolongado en el tiempo, pero otra vez Shônagon está lejos de admitir interés de su parte, aunque apunte al pasar que Tadanobu "se veía magnífico siempre que venía a verme”. Es decir, se dirige al lector con las mismas indirectas que destina a los hombres. Tal vez era engreída, después de todo.
Es en estos momentos cuando más contemporáneas suenan las palabras de Shônagon. No sólo reflejan una astucia indisimulable por su parte, sino también cuán poco han cambiado algunas cosas en un milenio. Por otro lado, la combinación de estos ocultamientos con una prosa transparente conforma una estrategia narrativa absolutamente moderna. Decir una cosa y significar otra: decir sin decir, tal es el juego que la autora domina naturalmente, nueve siglos antes de que Chéjov y Katherine Mansfield fundaran con los mismos elementos el cuento psicológico, cuya vigencia se mantiene hasta nuestros días.
En este punto, cabe preguntarse si no incidirá en la lectura el trabajo del traductor. Amalia Sato, una argentina descendiente de japoneses, se basó en una versión inglesa y otra en japonés moderno. En una entrevista del diario Clarín aclaró, como para cubrirse: "toda traducción es inevitablemente una lectura de época, y ésta será uno de los posibles reflejos de la obra de Sei [...] Sin embargo -agrega-, el carácter desestructurado y abierto de su estilo -que refleja muy bien ese consejo que se daba a las damas de la Corte: caminar con elegancia, pero reservándose cada tanto un movimiento de arrastre de las sedas- le daba a la lectura y su traslado una frescura que se disfrutaba. Y una se sumergía en un presente sin distancias.”



EL LIBRO DE LAS PREGUNTAS. Si la discreción de Shônagon es impenetrable, intentar averiguar algo más sobre ella equivale a andar a tientas: tal el misterio del Libro de la almohada. La lectura despierta diversas preguntas: ¿los fragmentos fueron escritos a medida que iban ocurriendo los sucesos y luego reunidos, o rememorados más adelante? ¿Sabía Shônagon que iban a ser leídos? Si es así, ¿por qué humilla en más de una ocasión a sus compañeras y conocidos, que iban a ser sus primeros lectores? Si no iba a divulgarlos, ¿es entonces sincera su admiración incondicional por la familia imperial, la única que se salva de sus constantes burlas y pullas? ¿Se condice esto con la obvia inteligencia y hasta cinismo de su carácter?
"Aunque mis anotaciones son triviales y sin importancia, podían parecer malintencionadas e incluso peligrosas a otros, por eso he tenido cuidado en no divulgarlas", dice Shônagon en el fragmento que cierra el libro. A mitad del volumen había sido más ambigua al acotar, respecto de uno de los elementos de sus listas: "sé que es un asunto muy vulgar y que todos se disgustarán porque lo menciono. Pero lo hago igual, de hecho me siento con la libertad de incluir todo [...] Después de todo, estos objetos existen en nuestro mundo y todos los conocen. Admito que no figurarían en una lista que otros puedan ver Pero nunca pensé que estas notas serían leídas por nadie salvo yo misma, y por eso incluí todo lo que se me ocurrió, por extraño o desagradable que fuera.”
Como los cuadernos originales se han perdido -el texto actual se obtuvo de la comparación entre varias copias posteriores- no se sabe en qué momento de su vida escribió Shônagon el texto, ni qué correcciones pudo hacerle antes o después de hacerlo público. Fuera de lo que dice de sí misma en el libro -que es poco- casi no hay datos sobre la autora. Su apellido verdadero es Kiyohara ("Sei" viene de la lectura china del primer ideograma del apellido), mientras que el término "Shônagon" sólo designa su cargo en la corte: "ayudante de menor rango". Sato apunta en el prólogo: "se dice que nació en 966 y que era hija de Motosuke, estudioso y poeta de cierta reputación". Durante la década de 990 sirvió a la emperatriz Sadako, diez años menor que ella, y a su muerte (de parto, en 1001) habría servido, según diferentes versiones, a la hija de Sadako, Shûshi, o bien a la prima de ésta, Akiko (a quien también sirvió Murasaki, la autora del Romance de Genji). Pero aquí ya se entra en el terreno de la conjetura. Casi todas las versiones coinciden en que murió anciana y pobre.
La curiosa ordenación de los fragmentos resalta el poco interés de Shônagon por hacer historia en el sentido lato del término. Un texto puede comenzar: "cuando guardábamos luto por el Canciller...”, pero la narración siempre se desarrolla antes o después de los hechos importantes, que nunca son narrados directamente (probablemente porque la historia oficial del Imperio era tarea de los literatos hombres, que escribían en chino). Tampoco se habla de la muerte de Sadako, aunque da la impresión de que el libro fue terminado con posterioridad.
El famoso texto final, "Anochece", es el que arroja más pistas en este sentido. Allí se explica el origen del libro: Sadako recibió una pila de cuadernos y al no encontrarles utilidad ("el Emperador ya está redactando los Anales de Historia”) se los dio a Shônagon ("comencé a llenarlos con el relato de rarezas y toda clase de asuntos”). Algunas frases ("me gustaría dejar terminadas mis notas por completo...”) sugieren que este texto es un agregado posterior, concebido como cierre.
Pero la traductora nos advierte: se sospecha que este fragmento no fue escrito por Shônagon. En el último párrafo se utiliza el adjetivo tawabureni para significar "entretenimiento", mientras que en otras 466 ocasiones la autora había preferido otro término, okashi. El tono reflexivo y melancólico del fragmento también se diferencia del resto. En todo caso, la lucidez y frescura de esta cortesana milenaria sirve para sustraer al lector de los problemas de la actualidad, marcando una línea divisoria entre lo que es pasajero y lo que se repite a lo largo de siglos y civilizaciones. A cambio, propone la aventura de descifrar el pasado remoto al compás de una voz increíblemente cercana. Tal el encanto del Libro de la almohada.


Las fotografías pertenecen a la película de Peter Greenaway "Escrito en el cuerpo" (The Pillow Book, 1997). No son las más indicadas para el texto de Fernando, pero todo entra primero por los ojos, y si las fotos te dieron ganas de leer la nota, el objetivo se cumple.

Publicado en El País Cultural, Montevideo, el 23-11-01.

Fernando Chiappussi es periodista y en los años '90 escribió sobre temas de cultura y espectáculos en La Nación, Página/12, las revistas Film, El Musiquero y Lea, entre otros medios. Actualmente es colaborador del suplemento cultural del diario El País de Montevideo, Uruguay. Desde 2005 trabaja como programador del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI).

2 comentarios:

Druida del Sur dijo...

Muy bueno !!!!!!!!!

tengo que ver esa pelicula

!!!


ya esta amaneciendo!

Ariel dijo...

Gracias Druid. Es algo volada, muy bella.
A propósito: no serán medio vampiro vos, no? :)