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Imperio: la fábrica de sueños

02 diciembre 2008

Escribe: Fernando Chiappussi

Blanco y negro: el haz concentrado de un proyector atraviesa la oscuridad. La púa de un viejo gramófono se apoya contra el surco: una voz anuncia “el radioteatro más largo de la historia en la región del Báltico”. Una pareja avanza por el pasillo de un hotel; sus cabezas han sido difuminadas digitalmente, como las caras de los delincuentes en los noticieros. Hablan en otro idioma (después se sabrá que es polaco) y parecen ser una prostituta y su cliente. Ahora en colores, una chica mira televisión con lágrimas en su rostro. En la pantalla, el living de una especie de sitcom donde los personajes visten y actúan como humanos… pero son conejos.
Y estos son sólo los cinco minutos iniciales de Imperio (INLAND EMPIRE, 2006), el nuevo y magnum opus de David Lynch. La película tiene casi tres horas de duración y ya es considerada por algunos como su obra maestra, algo superlativo si se piensa que Lynch viene sorprendiéndonos desde, por lo menos, El hombre elefante (tanto Eraserhead como sus cortos fueron descubiertos en retrospectiva). Este imperio interior vuelve, de alguna manera, al espíritu desatado y a la vez hermético de aquellos primeros trabajos, que siempre estuvo presente en sus films posteriores pero aquí parece decididamente liberado de las ataduras del cine comercial, como contar una historia –no importa cuán rara pueda ser-, o tener personajes definidos, o resolver el misterio que propone, cerrar de alguna manera.
Como el Cortázar más clásico, Lynch impresiona especialmente porque lo que cuenta es casi normal, partiendo de un género trillado, como el policial o el melodrama, para luego subvertirlo a través de desvíos inesperados. Sus historias funcionan como si detrás, en algún plano oculto, hubiera un hilo de Ariadna capaz de dar sentido a una trama cuyo desarrollo parece acelerar hacia el absurdo. Y a veces ese hilo está: Mulholland Drive, por ejemplo, tiene un esquema muy preciso donde cada detalle tiene su sentido (hay sitios en Internet que explican la trama paso por paso). Pero nunca estamos seguros, al comenzar, de si vamos a encontrarlo, o si siquiera existe. (Tal vez Lynch piense diferente: en 1996, el pressbook de Carretera perdida incluía una declaración con su firma donde no dejaba dudas sobre la resolución de la historia… pero esas palabras claras y sencillas resentían un tanto el alto poder evocador de las imágenes.)
LA SOBRECARGA. En el caso de Imperio, si el “hilo” existe, es un verdadero nudo gordiano. Justamente, la clave para hablar de Imperio son las palabras “quizá”, “parece”, “aparentemente”, “como si”, que se repiten en toda exposición sobre el argumento. Todo parece centrarse en una actriz, Nikki (Laura Dern), quien aparece tras el sacudón inicial. Nikki está por empezar a trabajar en una película que significa mucho para ella, un melodrama adúltero hollywoodense que protagoniza con Devon (Justin Theorux). A poco de empezar descubren que el guión carga sobre sí una suerte de maldición: años atrás, hubo un intento de filmarlo que terminó con el asesinato de los actores. El primer tercio de Imperio avanza en esta línea, y comienzan a sucederse una serie de saltos temporales en los que Nikki observa una escena que “interpretará” en el futuro o ya vivió en el pasado (al comienzo, una vecina de acento extranjero le anuncia cosas que van a ocurrir más adelante). Además, las escenas de la “película” comienzan a confundirse con la realidad de los actores. Tras un momento bisagra en que Nikki confunde realidad y ficción, queda atrapada en lo que parece uno de los decorados del rodaje: ahí comienza un vía crucis en el que atraviesa dimensiones espaciales y temporales a todo vapor. Reaparecen los conejos, así como la chica del principio, que protagoniza una historia paralela hablada en polaco (¿la versión anterior de la “película”?) Dern continúa en pantalla, pero ya no estamos seguros de si es Nikki, o Sue (su personaje), u otra persona, quizá una prostituta de Hollywood Boulevard. Por ahí anda una loca con un destornillador… y así hasta completar 172 minutos, entre pasillos, zumbidos ominosos y extraños números musicales.
ALICIA YA NO VIVE AQUÍ. Uno de los méritos de Imperio es que mantiene la atención del espectador aunque éste no tenga idea de lo que está ocurriendo: tal el poder de sus imágenes, que permanecen en la memoria e invitan a una nueva visión. Lynch se tomó un par de años para rodar esta odisea, de a ratos y con una cámara digital, partiendo de episodios sueltos que en un principio no tenían conexión entre sí (sólo después de un tiempo surgió la idea de hacer con eso un largometraje). En el pase al digital –que por lo que viene anunciando es definitivo- cambió algo la estética para conservar su particular estilo: aquí el shock pasa por baratos efectos virtuales y unos primeros planos atroces, realzados por una predilección –algunos dirán abuso- por los grandes angulares, que deforman los rostros y generan curvas insólitas en los decorados. El sonido ha ganado en sutileza, y pasa del susurro al estruendo sin solución de continuidad. El efecto general es de pesadilla.
Para algunos críticos, el método en apariencia anárquico de composición –pero similar al de un pintor, por ejemplo- permite a Lynch una mayor libertad y nos acerca más a su bullente imaginación (el Imperio, aquí, parece ser el de la compleja psiquis humana, y como en otras películas suyas, la cosa parece tener más sentido si ciertos acontecimientos “sobrenaturales” se interpretan en clave onírica). Otros cronistas, como J. Hoberman en el Village Voice neoyorquino, culpan precisamente a la comodidad del formato por el aparente desmadre argumental, y creen que el talento de Lynch estaría mejor encuadrado en los límites de un rodaje normal de estudios.
Pero claro, ¿cómo limitar al realizador que más se ha aproximado –hay que retroceder a Resnais o aun Buñuel para encontrar un parangón- a los laberínticos mecanismos de la mente humana? El film tiene la lógica de un sueño, llena de tangentes, derivas y callejones cerrados, como una versión adulta y psicótica de la Alicia de Lewis Carroll.
Internet ya tiene foros enteros dedicados a desentrañar la madeja argumental, esta vez con éxito escaso, por no decir nulo. Se sabe, por ejemplo, que en Polonia se vio una copia con veinte minutos adicionales, y que los conejos protagonizan su propia serie, Rabbits, que Lynch viene ofreciendo a los suscriptores pagos de su site desde 2002. Pero uno tiene la certeza de que aún viendo estos materiales no tendría mayor idea de lo que ocurre en la película; es uno de esos casos en los que, cuanto más información se tiene, más confundido se termina.

El objetivo último de Lynch ha sido, probablemente, provocar la confusión y el desconcierto. Su territorio no es la realidad, sino la continua reelaboración que hacemos de ella a través de los sueños, el trauma o la psicosis. Imperio, como el inconsciente, es un mundo en continua transformación, lleno de placeres y peligros. Y la extensión desmesurada del film, su infinita acumulación de detalles y pistas falsas, obliga en un punto a suspender todo intento racional y abandonarse al goce de las imágenes. A partir de ese momento, la visión de Imperio se transforma en una experiencia nueva, un verdadero tobogán a lo desconocido.

En 1995, cuando participó del colectivo de cortos Lumiére y cía., Lynch lo explicaba así: “me gusta hacer cine porque me gusta perderme en otro mundo. Para mí es un medio mágico que te permite soñar en la oscuridad”. En la fuerza visual de su representación, así como en su capacidad para manipular al espectador, Lynch se revela una vez más como el legítimo heredero del Hitchcock más desquiciado, el de Vértigo. Es quizá el Hitchcock que merece el nuevo siglo, más agresivo, explícito y libre; en materia artística, intelectual o sexual (y digital).


Publicado en El País Cultural de Montevideo, Uruguay, el 2 de Noviembre de 2007.

Fernando Chiappussi es periodista y en los años '90 escribió sobre temas de cultura y espectáculos en La Nación, Página/12, las revistas Film, El Musiquero y Lea, entre otros medios. Actualmente es colaborador del suplemento cultural del diario El País de Montevideo, Uruguay. Desde 2005 trabaja como programador del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI).

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