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Temporadas en el país de las maravillas / 7

09 diciembre 2008


El Ford Taunus que nos sacaría de ahí estaba sucio, como si no le hubiera pasado una manguera en años. Ayudé a Carmen a subir los bolsos al baúl del auto, mientras Marie hablaba por teléfono a unos metros y se despedía del encargado del edificio haciendo señas. Metimos algunas cervezas y luego subimos para partir. Ya no importaba nada. Lo que considerábamos más relevante era poder satisfacer el hambre una vez que estuviéramos en la capital, darnos una buena ducha en casa y volver a tener dinero en los bolsillos. Luego, Marie se ocultaría de Irene con una pequeña ayuda de sus amigos hasta dar por finalizado el mes. No faltaba mucho de todos modos y ya queríamos dejar la costa atrás.
Cuando partimos le mostramos el dedo mayor a los polis de la estación, pero de los tres que estaban en la puerta sólo se vio molesto uno, que se atrevió a avanzar en nuestra dirección mientras sus compañeros sonreían. Después de todo, había sido divertido detenernos al pasar frente a ellos y hacer chistes en algunas ocasiones. Eso hizo muchas veces que pasaran por alto nuestro comportamiento.

Bajamos las ventanillas y comenzamos a cantar. Todo iba bien, pero el Taunus decidió abandonarnos y se detuvo cuando estábamos saliendo de la ciudad. No había ningún teléfono cerca y Marie repetía una y otra vez que su cerebro se estaba secando con ese “puto calor insoportable”.
Decidimos bajar y mirar al maldito, pero no teníamos idea de qué andaba mal. Caminamos sin ganas, en silencio, marchando por la ruta como tres idiotas hasta que unos galopes y relinches constantes llegaron a nuestros oídos. Teníamos un conjunto de campesinos o granjeros viniendo hacia nosotras, así que cuando estuvimos cerca les pedimos ayuda. Uno de ellos estuvo un largo rato intentando reparar el auto.
Carmen se veía agotada. Tal vez fue el calor o los problemas que no la dejaban en paz, pero lo cierto es que el tipo se ofreció a conducir. Íbamos en la misma dirección y ella aceptó. Él encontró las anfetas y el alcohol apenas subió.

- No deberían viajar y tomar estas cosas.
- No se preocupe, estamos bien –atinó a responder Carmen, pero el tipo sacudió la cabeza y dio un golpecito al volante.
- Mi cuñado es policía. No creo que le guste saber de esto. Estoy seguro de que no… ¿Vos qué creés? –lanzó sobre la pobre.

Resultó ser un infeliz que quería sacar provecho. No sé cuánto tiempo habrá estado balbuceando sobre la moral, pero Marie perdió los estribos y lo llamó “pedazo de mierda”. Luego le dijo “yo sé qué es la moral, usted es un pelotudo”, y de repente el auto se detuvo bruscamente. Cuando quedamos detenidos, también dejaron de andar los demás que iban siguiéndonos a caballo. Carmen estaba a punto de llorar y yo no lograba terminar una frase. Era un griterío infernal.
Tanto lo intentamos que logramos sacarlo del Taurus, y pronto tuvimos a todos esos animales corriendo detrás de nosotras como si se tratara de una mala película de vaqueros y fugitivos. Luego vimos un patrullero al costado de la ruta y aminoramos velocidad yendo hacia él, sabiendo que los campesinos seguirían camino.
Marie estalló cuando Carmen la culpó por traer las anfetas y tuvo que recordarle que estaban ahí como pago por devolvernos a la capital.
El resto del viaje fue tranquilo y no mucho después estuvimos en la terminal de autobuses. Marie estaba molesta por haber tenido que soportar las “incoherencias de una histérica lesbiana”, como se dirigió a ella varias veces durante la discusión. Aun así se despidieron sonriendo y luego nos quedamos esperando que un amigo de Marie llegara para sacarnos de allí. Ni siquiera teníamos dinero para un taxi, pero su amigo nos invitó un café, se cagó de risa con nuestras anécdotas y nos llevó a casa.

En la capital las cosas no habían estado menos locas. Aún se veían vidrios rotos saliendo de los bancos. Abundaban las caras largas, preocupadas, indiferentes en medio de una ciudad tan cosmopolita como Buenos Aires.
Después de la crisis habían surgido los cartoneros, víctimas del desastre que lo habían perdido todo. No tenían más remedio que recorrer las calles en busca de papeles y cartones para conseguir algo de dinero. La industria del papel se encontraba muy desarrollada y vendían el kilo de cartón a los acopiadores por alrededor de veinte centavos. Eran los nuevos personajes de las calles que vivían también de la basura, siempre expuestos a infecciones y malas caras.
Todo lo que había quedado era una inmensa pobreza. Se había ido todo al carajo y pronto nos dejó de sorprender. Los carritos arrastrados por caballos o por sus dueños coparon la ciudad. Encontré a Buenos Aires triste, gris, irremediable.
Después del maldito 2001 hubo un antes y un después en Argentina, y a pesar de la bronca y el dolor, me encontré primero en la costa y luego de vuelta en casa, observando desde un lugar confuso y problemático. No era sencillo ver las cosas con claridad. Sólo unos años después entendería realmente, mirando desde arriba y desde otro lugar en el tiempo, como suele suceder.
Entonces tenía más preguntas que respuestas y a veces lograba sentirme de un lado y luego del otro. Salía de mi burbuja para conocer lo que me rodeaba al mismo tiempo que descubría dónde estaba. Pasé días en los que, tal vez debido a los excesos, podía acercarme tanto a los desorientados de la nueva era como a los despreocupados de fin de semana.
Durante un tiempo realmente bastó con tener una botella o un porro en la mano para que todo tipo de personajes se me acercara, pero en cuanto a excesos no hallé ninguna diferencia entre clases, salvo, tal vez, la manera de fumar o de avergonzarse al respecto de unos y otros.

Lo primero que tuve que hacer cuando llegué a la capital fue asistir a la filmación de un documental sobre películas de ciencia ficción moderna. La directora era amiga mía y la mayor parte del equipo –actores, iluminadores, sonidistas- eran estudiantes de cine de segundo año. Me sentía cómoda e incluso había podido echar un vistazo al guión y citar algunos testimonios. No todos eran reales y los que sí lo eran no resultaron tan impresionantes. Se trataba de fanáticos de La Guerra de las Galaxias, El Señor de los Anillos y ese tipo de cosas.
Debíamos estar ahí desde las tres de la tarde de un viernes hasta las once de la noche, pero nos avisaron que la jornada se extendería, como suele ocurrir, y finalmente nadie sabía si nos podríamos ir antes del amanecer.
Sólo deseaba que pudieran trabajar sin detener las cosas, pero la directora cortaba casi todas las escenas para discutir con su equipo. Conocía sus gestos y maldecía cada vez que la veía repetirlos: se tomaba la cabeza y recogía su largo cabello moreno para luego llevarlo a un costado y cruzarse de brazos.
De todos modos, mi única tarea era quedarme y observar. Era buena en eso. La habitación sin ventanas y repleta de computadoras me estaba afectando. El aire no circulaba y las luces me mataban. Era un lugar asqueroso, un cuartucho clandestino debajo de un bar al que sólo se podía acceder yendo por un pasillo oscuro y bajando una escalera caracol.
Se me ocurrió pensar si a caso Spielberg habría soportado todo eso. Siempre me había fascinado el cine, pero ahora sabía que mi fascinación tenía un límite y seguramente jamás podría dedicarme al séptimo arte. Lo que disfrutaba era observar. Conservaba la idea de escribir un guión alguna vez, incluso de actuar, pero estar detrás de cámaras y tener que controlarlo todo no era para mí.

Las horas pasaban y comencé a temer que el ruido de mi estómago interrumpiera alguna escena, así que subí al bar disimuladamente para comprarme algo de comida y fumar un cigarrillo. Ahí estaba yo, a punto de disfrutar de mi porción de pizza y mi empanada de jamón y queso, cuando miré hacia las escaleras y vi venir a la directora hacia mi mesa.

- Estás cansada ya, ¿no? –suspiró y se sentó junto a mí.
- Un poco. ¿Ya tengo que volver?
- No, quedate un rato acá si querés. Nacho me acaba de dar algo que quiero darte a vos. Vas a ver que te va a ayudar.

Nacho era uno de los actores, el único que nunca hubiera creído capaz de ayudarse con anfetas. Se veía prolijo como un oficinista. Me sorprendió que tomara alguna cosa que no fuera gaseosa dietética. Hablaba como una persona que sabe todo de la vida y jamás se equivoca. Se burlaba de las debilidades ajenas y realmente me era insoportable, pero pensé que tenía que hacer algo por permanecer de pie.
Poco después estaba temblando y el corazón se me aceleraba ante la mínima acción. La directora, que ahora estaba totalmente despeinada, creyó conveniente ofrecerme un pequeño papel y me sentó frente a una cámara. Dije mis líneas y continué hablando sin poder detenerme, mientras todos me hacían señas para callarme. Finalmente, sólo rescatarían dos minutos de todo lo que inventé. Al menos mi imagen de fanática empedernida sería creíble.

Claro que mi breve participación me había entretenido, pero ya no soportaba todo aquello y no tenía ganas de esforzarme. Las horas me eran eternas y me pregunté unas diez veces por qué mierda no me iba de allí.
Terminé llamando a Marie el sábado a las siete de la mañana para que viniera por mí. Todos se habían ido y me quedé sentada a una mesa del bar con una actriz, bebiendo cerveza y escuchando cómo le gustaba preparar sus escenas. Marie se echó a reír apenas llegó. Seguramente me veía patética, pero beber cerveza por la mañana no me pareció estúpido después de haber pasado la noche despierta, como cuando uno sale a un boliche y bebe hasta que cierra al amanecer.”.


[Continúa...]

Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg

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