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Temporadas en el país de las maravillas / 9

15 diciembre 2008

Sentíamos que las vacaciones no eran más que una distracción programada e irreal. Lo mismo con los cumpleaños o año nuevo. Hablaba de los “cerebros lavados” y los “lava cerebros”. Veía a todos frágiles, virtuales, digitales, cibernéticos, egoístas, esclavos modernos y otras cuantas cosas que me hacían doler el estómago. Pensaba que tal vez habría que esperar unos cien años para despegar sus frentes de la pantalla “Mierda 3000 pulgadas” y que volvieran en sí.

Pasaron algunos años desde la última vez que vi a Marie y aún me preguntaba dónde estaría. Llamé a su casa varias veces, pero siempre me atendía un tipo que insistía en que me había equivocado de número. Tampoco logré dar con Irene. Finalmente me rendí, dejé de buscar. Si quería verme me contactaría de alguna forma. No había más por hacer de mi parte. Me hice miles de preguntas y seguí con mi vida.
Había conocido gente nueva en la universidad, algunos que dejé de ver cuando la abandoné, y otros que aún veía los fines de semana.
La única pareja formal que había tenido ya no estaba conmigo. Era un inglés que durante el tiempo que estuvo en Buenos Aires no hizo más que intentar llevarme con él. Se dio por vencido porque tenía asuntos de los que ocuparme. Le dije que podía quedarse conmigo, pero no llegamos a un arreglo y regresó a Londres.

Las cosas con Sarah no habían cambiado. Salíamos todos los viernes por la noche y pasábamos días enteros bebiendo en el parque. Si alguien se molestaba con nosotras, simplemente reíamos y decíamos cosas como “el alcoholismo es genético” o “a usted le vendría bien un trago”.
Uno de esos días decidí que probaría ácido. Estaba con Lucas viendo una banda y Sarah ya no estaba. Comencé a pensar y a entusiasmarme con la idea de experimentar pero no dije nada, sino que escuchaba a Lucas mientras miraba a mi alrededor.
Aquel episodio en la costa había sido confuso y tal vez lo que tomamos ni siquiera había sido ácido. En ningún momento metí nada debajo de mi lengua y no imaginaba cuándo las “viajantes de paso” pudieron poner el ácido en las bebidas. De todos modos nadie me había consultado. Si aquello era LSD, lo había tomado sin saberlo y no quería que mi primer trip fuera de esa forma. Así que pensé que tenía que volver a hacerlo, pero esta vez conciente de que lo hacía y preparada para disfrutarlo.

Los seguidores de la banda eran hippies modernos que tomaban fotografías con sus celulares. Casi todos estaban borrachos y drogados. Era algo muy divertido de ver. Bailaban, reían y se besaban sobre el pasto o detrás de los árboles. Los que estaban más “sacados” corrían a toda marcha y al pasar levantaban arena y hojas secas.
Choqué literalmente con uno de ellos cuando di media vuelta para buscar un baño. Su nombre era Juan y me presentó a sus amigos: Nico, Sergio y Lorena. Nico estaba bebiendo cerveza cerca del lago y apenas me vio se puso de pie, tomó a la chica de la mano y se fueron. Sergio se mostró amable y me dejó fumar porro con ellos.

- Es una especie de ritual. Digo “especie” porque no es lo que era. Para algunos sigue siendo lo mismo, pero hay mucha estupidez en cuanto al tema –dijo Juan mientras abría una cerveza y miraba hacia el lago, pensativo y nostálgico. Me hizo intentar analizar la situación.
- Entiendo. Cuando el contexto cambió y los problemas fueron otros, todo ese significado enorme que traía el ácido se fue al carajo.
- ¿Sabés una cosa…?
- Dana.
- ¿Sabés una cosa, Dana? Te merecés un buen viaje –con eso quedé satisfecha y Juan me pasó la botella. Ya había hecho contacto, y a pesar de dejarme claro que aún me faltaba mucho por comprender, se tomaría su tiempo para explicarme e introducirme al verdadero significado. Mi vida nunca más sería igual.

Mientras tanto, Sarah esperaba un encargo de drogas legales que había hecho por correo electrónico a Europa. Estaba completamente loca. No me sorprendió y la pobre se quedó esperando su pedido en vano porque jamás llegó. Había ahorrado y tenía que pagarlo en euros, pero no hizo falta desperdiciar tanto dinero. Seguimos como estábamos.
Pronto tendría un nuevo nombre, un apodo. Se convirtió en “Acid Queen” porque continuamente buscaba ácido. Ambas lo queríamos a menudo y decíamos estar jugando en las grandes ligas porque podíamos conseguirlo todo. Simplemente obteníamos lo que nos venía en gana. Al menos durante un tiempo.
Ella adoraba investigar sobre drogas y luego experimentábamos juntas. En los lugares que frecuentábamos nos conocían, se acercaban y nos pedían “pases” de cocaína porque sabían que teníamos de buena calidad. Habíamos podido conseguirla casi pura de un dealer que también vendía a un conocido periodista de televisión.
Así nos quedábamos conversando durante horas con adolescentes aburridos, hippies, punks, gente de todas las edades e incluso un guitarrista español que estaba en la ciudad de gira y siempre que nos veía nos pedía algo.
Era muy gracioso mantener conversaciones con ellos. Solíamos decir que si todos fueran quienes son en realidad y no quienes quieren otros que sean, muchos se verían obligados a retroceder. Y eso cabía tanto para los que tenían que dejarnos quemar nuestras neuronas en paz como para los que nos obligaban a comportarnos. Creo que realmente no nos gustaba nadie.
A través de Juan llegué a Leary y la “movida” de la contracultura. Pude saber varias cosas, pero luego pensé que no había tenido en cuenta el desastre con el que su gente se encontraría al despertar y yo no quería propagandas. Algunos de los especímenes que conocimos querían llevar carteles a favor del LSD y otros mantenían un perfil bajo como Sarah y yo. Pero al menos me sentía a gusto, sentía que estaba experimentando y viviendo una época que me había perdido. Al fin podía hacerlo y era como desafiar al tiempo mismo con sus nuevas gentes, situaciones y clases sociales.
No era la única que se sentía de esa forma. “Si estuviera en medio de una multitud, como en el centro de un estadio repleto, tu cara sería la única que vería y me reconfortaría”… Lucas me hizo pensar muchas cosas cuando dijo eso y también me hizo muy bien.

Había una brisa diferente a mi alrededor. Tenía la sensación de que las cosas estaban a punto de cambiar. Tal vez estaba llevando las cosas demasiado lejos o tal vez sólo estaba agotada, pero podía sentirlo sin importar lo que hiciera.
Para entonces, Sarah se había ido de casa después de que su madre le hallara dos gramos de cocaína en su cuarto. La visité en el hotel donde se hospedaba y le llevé sábanas limpias y algo de dinero. El lugar era horrible, así que nos fuimos a beber a nuestro boliche favorito.
Media hora después, estuve abrazada a una columna sin atreverme a cruzar un pasillo alfombrado porque creía que algo terrible me esperaba del otro lado. Luego, olvidé los dinosaurios pintados sobre el muro del parque Centenario y pasamos frente a ellos. Sarah reía y yo me encontraba paranoica. A medida que avanzábamos, los animales parecían venir hacia nosotras y hasta creí escucharlos correr.
Cuando decidimos dejar el parque, atravesamos un pasillo entre los puestos de la feria que funcionaba durante el día. Teníamos una fila de puestos a la derecha y otra a la izquierda, todos cubiertos con lonas verdes y azules. Ese “pasillo del infierno” fue el punto máximo, un laberinto del que creí que jamás saldría.

Dejé a Sarah en su casa y no encontré mis llaves cuando quise entrar a la mía. Había olvidado que mi prima estaría ahí hasta la mañana siguiente y por fortuna me dejó entrar sin darse cuenta de nada.
Las luces estaban encendidas y en todo momento evité mirarla a los ojos, hasta que decidí encerrarme en el baño y esperar a que volviera a la cama. No saldría hasta que estuviera dormida o al menos en su cuarto. Le dije que tardaría, que se fuera a dormir. Salí cuando la escuché cerrar la puerta, pero sólo la había cerrado y la encontré en la cocina preparándome un té.

- ¿Dónde estuviste? –empezó.
- Vi a una amiga. Creo que algo me cayó mal –dije y sucedió lo que venía temiendo que sucediera. Comencé a escuchar cada frase con segundos de retraso y poco claras.
- ¿Querés té… con… día nublado?
- ¿Qué? –dije haciendo que me lanzara una mirada de advertencia – No te endendí, ¿qué dijiste?
- Que me pareció que estaba nublado. También te pregunté cómo querés tu té. ¿Estás bien, boluda? ¿Lo querés con azúcar o solo? –y luego de nuevo– té… día… nublado…

Me dejó sola justo antes de que sufriera un ataque de nervios. Me metí en la cama y me dejé llevar. Vi un reloj extraño, uno que había visto antes, tal vez en mi infancia. Cerré los ojos para retener la imagen y liberé mis recuerdos.

- ¡Qué reloj más raro! –exclamó Alicia- ¡Señala el día del mes y no señala la hora que es!
- ¿Y por qué habría de hacerlo? –rezongó el Sombrerero- ¿Señala tu reloj el año en que estamos?
- Claro que no –reconoció Alicia con prontitud- Pero eso es porque está tanto tiempo dentro del mismo año.
- Que es precisamente lo que le pasa al mío –dijo el Sombrerero- Ahora son siempre las seis de la tarde. Siempre es la hora del té y no tenemos tiempo de lavar la vajilla entre té y té.
- ¿Y lo que hacen es ir dando la vuelta a la mesa, verdad? –preguntó Alicia.
- Exactamente –admitió el Sombrerero-, a medida que vamos ensuciando las tazas. .


[Continúa...]

Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg

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