
En ese sentido, Pasolini era un cainita. Hubo libros de poemas, novelas, más películas –cómo Teorema, Decamerón, Las mil y una noches–. Hubo polémicas y diatribas siempre crecientes. "Suscito odio porque soy diferente", se definió, “es un odio de índole racial".
Para cuando filmó Saló, o los 120 días de Sodoma, en 1975, lo había ganado el escepticismo. "Hay motivos para la esperanza que no puedo permitirme", decía.
Testamento, summa pasoliniana, Saló releía al Marqués de Sade ubicando a sus criaturas en la Italia de 1944. Apeló allí a “la acumulación obsesiva, hasta el límite, de los hechos sádicos".
Empero, la violencia que mostraba no era gratuita. Pretendía escandalizar, aguijonear, alertar sobre el advenimiento de una nueva clase de Estado fascista. Un año más tarde, en 1976, lo que tuvo lugar en la Argentina le dio la razón.

Pasolini no llegó a comprobarlo. En noviembre de 1975, un adolescente lo mató a golpes y arrolló luego el cadáver con un Alfa Romeo. Si hubo alguien que permaneció impasible ante el hecho, fue él. Esa muerte le correspondía. Era la muerte de un pecador público. "A esta altura, sólo me queda el exilio o el suicidio", había vaticinado días antes. lntuía que la sociedad sólo habría de aceptarlo una vez muerto, y que esa muerte sería una forma de adaptarse a ella. Planeó, entonces, su regalo final: "Como la adaptación es una derrota, y la derrota nos vuelve agresivos y hasta un poco crueles, aquí está Saló".
Lo dicho: aquí está Saló.
Marcelo Figueras
Marcelo Figueras
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