13 marzo 2008

La naranja mecánica

DE CÓMO ALEX ENCONTRO SU FINAL

El texto al que se conoce como La Naranja Mecánica ganó las librerías del mundo hacia 1962. Obtuvo un reconocimiento casi inmediato, en especial entre aquellas figuras de lo que solía mentarse como contracultura, el dominio underground: se ha difundido mucho al respecto del juicio de William Burroughs, autor de El Almuerzo Desnudo y Expreso Nova, de acuerdo al cual La Naranja Mecánica era “uno de los pocos libros que he sido capaz de leer en los últimos años”.
La novela, firmada por Anthony Burgess, narra en primera persona las peripecias del adolescente Alex y sus amigos Pete, Georgie y Lerdo, en un mundo vagamente futuro donde las obras del “viejo Ludwig van” siguen suscitando la admiración de los melómanos. Líder de la pequeña banda, Alex describe los pormenores de su diaria rutina: dormir durante el imperio de la luz solar, lo que implica hurtar el cuerpo a la educación formal, y por las noches recalar en el bar lácteo Korova, donde, al correr de la leche plus, se decidirá que hacer durante el resto de la vigilia. Por ejemplo, asaltar a un anciano, un mendigo, una mujer, y patearlos en el vientre hasta perder el resuello. O irrumpir en una casa ajena y violar a la anfitriona ante la vista de su marido.
Traicionado por sus compañeros, Alex asesina a una mujer y cae preso. Es allí, en la staja, en prisión, donde se decide emplearlo como conejillo de Indias de un nuevo experimento científico, la técnica de Ludovico, cuyo objetivo es la regeneración total y definitiva de los delincuentes. El experimento triunfa: Alex queda imposibilitado de hacer el mal. Se convierte, técnicamente, en “bueno”, pero no porque lo elija libremente, sino porque se lo condiciona para ello. La situación, pues, se invierte. Ahora es Alex el golpeado, asaltado, vilipendiado, sin que pueda mover un dedo para defenderse, porque para ello necesita ejercer algún tipo de violencia, y la violencia es “mala”. Pero su descenso a los Infiernos dura poco: el efecto de la técnica de Ludovico es limitado, y pronto Alex vuelve a sentir placer al pensar en sexo, violencia, muerte. “Sí, yo ya estaba curado”, concluye el libro que conocemos. Allí, también termina el film de Stanley Kubrick. Pero no la novela original. “La naranja mecánica nunca se publicó completa en América”, escribió Anthony Burgess en el mensuario Rolling Stone. “Mi libro está dividido en tres secciones de siete capítulos, lo que hace un total de veintiuno. El número veintiuno es el símbolo de la madurez humana”. Pero la novela tal como llegó a nuestras manos –y a las de Kubrick– tiene apenas veinte. Ocurre que, allá por 1961, el editor norteamericano de Burgess insistió en cortar el capítulo final. “Yo necesitaba dinero en ese entonces, incluso la pitanza que me estaba siendo ofrecida como adelanto, y si para obtenerlo debía conceder el truncamiento de la novela… Bueno, que así fuera”. La versión yanqui de La naranja mecánica es, pues, más breve. La versión nacional, tal como fue publicada por Minotauro en sucesivas ediciones a partir de 1972, también.
El capítulo veintiuno, hasta ahora inédito en castellano, tiene un valor que va más allá de lo arqueológico. Por el contrario, es escencial a la narración. Tanto, que modifica su sentido. ¿Qué es lo que narra Burgess en esas pocas líneas? “Para decirlo brevemente, mi joven y rufianesco protagonista crece. Se aburre de la violencia y admite que la energía humana se aplica mejor a la creación que a la destrucción”.
Burgess reclama la divulgación de ese capítulo para que La naranja mecánica respete, un cuarto de siglo más tarde, su idea original. “No tiene mucho sentido escribir una novela a menos que uno pueda mostrar, en ella, la posibilidad de transformación moral o de incremento de la sabiduría”, alega. Argumento endeble. Meursault, protagonista de El extranjero, no crece, sino que permanece igual a sí mismo. Algo similar ocurre conn Clay, personaje principal de Menos que cero, y con buena parte de las criaturas kafkianas, todas informando novelas a las que sí ha tenido sentido escribir.
Quizás puedan interpretarse las palabras de Burgess como una necesidad de reivindicar una versión propia, burgessiana de La naranja mecánica, como opuesta a la más popular, kubrickiana versión cinematográfica. Esta última culmina cuando Alex se apropia de sus instintos terminales, violentos, antisociales, y deja entrever que seguirá apegado a ellos como a su única luz. Alex vuelve a ser un asesino en potencia, a la vez que, paradójicamente, vuelve a ser libre. En esa ambigüedad yace la riqueza del film de Kubrick, así como su transgresión. Burgess parece querer de Alex lo mismo qu sus cancerberos: que siente cabeza, que se integre, sólo que voluntariamente, sin necesidad de coacciones. Hace de él un ser en el que cohabitan la extrema juventud y la extrema vejez. De eso habla el capítulo veintiuno.
CAIN presenta, entonces, esta mitad de la historia. Habrá quienes prefieran la versión mutilada, por considerarla más redonda, más iracunda. Obviamente, CAIN apuesta su corazoncito a una de las versiones –de otro modo, el suplemento se llamaría Abel. Pero deja en libertad a los lectores para que hagan la suya, sin aplicarles técnica de Ludovico alguna, que, dicho sea de paso, no es sino una versión comprimida de la moral de la culpa que la Iglesia ha administrado durante siglos.
Adelante. Tácita, sobre el final, está la pregunta que nadie podrá dejar de formularse:
¿Y ahora que pasa, eh?

Fuente: suplemento Caín # 2, revista Humor ®, 1987
Si bien no fue publicado el autor de este texto, estimamos que es Marcelo Figueras.

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