La actriz se marchó cuando Marie me metió a un taxi para llevarme a casa.
Dos días más tarde dijo tener que hacer algo y me llevó con ella. Tomamos el autobús 26 y terminamos en una villa donde nos esperaba una chica para “poder entrar”. Llevaba una campera de jean negra que combinaba con pantalones de vestir y botas estilizadas. Su cabello era negro y largo, y sus ojos azules. Su ropa y su actitud no encajaban en aquel lugar. Pareció leer mi mente cuando lo pensé, ya que enseguida me explicó que su padre había perdido su empleo y fueron a parar ahí. No necesitaba explicar nada, pero sabía lo que las personas pensaban a primera vista.
Había chicos descalzos jugando a la pelota y perros perdidos por todas partes. Las casas eran de chapa y tenían ventanas rotas. Pude ver algún que otro auto desguasado a lo lejos y tres adolescentes compartiendo una botella.
Carla, sin embargo, tenía su casa como un museo de lo más interesante. Tenía una repisa repleta de vinilos de Los Beatles y Los Rolling Stones. En la pared tenía una foto de Paul Mc.Cartney autografiada y una camiseta del equipo de Liverpool que le habían traído de Inglaterra. En un rincón tenía una Fender Strato americana que tocaba su hermano, y junto a una garrafa tenía equipos de audio carísimos, un casco de motocicleta y una caja con más de doscientos cds.
Pidió permiso y sacó una bolsa llena de marihuana. Ahí entendí todo y miré a Marie, pero estaba en su pose de persona de negocios y se limitó a devolverme una sonrisa.
Carla ató su cabello y nos separó más de 50 pesos en marihuana. Salimos a probarla y entonces decidí poner mi parte del dinero. Luego fumamos un poco con ella cerca de su casa, a la vista de sus vecinos, y me marché con Marie. La calidad de esa porquería era “turbo” y en el autobús de regreso no lograba parar de reír, pero de cuando en cuando quedaba callada mientras Marie parecía hablarme en cámara lenta.
- No…te…rías…de…mí –salía de su boca.
- No me río de vos –le dije –Me río de la situación.
- Este viaje…una rareza que…la pendeja que mira –Marie me señaló a una chica que no dejaba de mirarnos, pero era más de lo que podía tolerar entonces.
Alex y yo nos veíamos dos veces por semana, siempre a la noche. A veces se sumaba la directora y una amiga de ella llamada Erika. Esta última no me caía muy bien, pero una vez que se emborrachaba nos hacía doler el estómago de risa.
Cuando no teníamos dónde ir, nos quedábamos en mi casa y en algunas ocasiones nadie se iba hasta las diez de la mañana. Todas esperábamos el fin de semana.
Marie solía unirse y siempre traía alguna anécdota nueva para divertirnos. Podía ser cualquier cosa. Hablaba de cómo Irene estaba perdiendo la memoria, de su ex pareja que era un pésimo amante o incluso de nuestro comportamiento en la costa. Siempre dejábamos el equipo de audio encendido hasta las cinco y apenas bajábamos el volumen cuando comenzaba a amanecer. Marie se tambaleaba y chocaba las paredes hasta llegar al baño para luego salir con el cabello mojado.
Un lunes decidí empezar a hacer algo diferente, no sólo esperar el fin de semana y maldecir los domingos por mi resaca o el desastre de la noche anterior. Compré un cuaderno y comencé a concentrarme en escribir otra vez. Luego me anoté en un curso de dibujo y pintura y en otro de teatro. Sabía que no duraría, pero me esforcé en aguantar y logré asistir a ambos cursos durante tres meses o un poco más. Estaba sin rumbo y agotada de pensar. Era lo único que hacía: pensaba si estaba en lo correcto, si en realidad sólo debía dedicarme a escribir o si tal vez debía volver a formar una banda y tocar en vivo como lo había hecho a los 17 años. Estaba buscando mal porque creía necesitar saber qué era lo más adecuado para mí, en lugar de descubrir qué era lo que realmente quería.
Lo que me hacía bien era escuchar música y conocer gente. Así fue cómo di con una fanática de la música que acababa de dejar la medicación que su psiquiatra le recetaba. Estaba como loca a cualquier hora del día. Su nombre era Sarah y hacía hincapié en escribirlo con una H al final aunque en su documento no la tuviera. Era de baja estatura, cabello corto y castaño, y unos ojos negros penetrantes que por momentos me incomodaban. Cambiaba su aspecto a menudo. A veces aparecía con el cabello teñido de rosa y otras de negro o rubio.
Venía de una familia trágica, de hecho toda su historia era como una tragedia griega. Daba la sensación de que odiaba a sus padres. Les había robado dinero y luego había intentado suicidarse en dos ocasiones. No logré verlo entonces, pero realmente la conocí en el momento preciso para mandar todo al carajo y meterme en más problemas.
Apenas nos habíamos visto dos veces y ya quería involucrarme en un nuevo plan. Quería robar a sus padres una gran suma de dinero para huir y empezar una nueva vida. Nos vimos en un bar cerca del parque Centenario y trajo con ella un plano de su casa. Habló durante dos horas mientras yo bebía mi café. Lo había estado pensando durante los últimos dos meses y al conocerme creyó que ya no tendría que hacerlo sola. En cuestión de minutos supe que sólo me perjudicaría, pero el plan de huir pasó de moda para ella y nos quedamos en la ciudad.
Sin embargo había algo en ella, y esa palabra, “algo”, significaba mucho para mí. Estaba en constante búsqueda de cualquier cosa nueva que pudiera satisfacerme. Creía que nada lo haría, que debía irme a Júpiter para realmente encontrar algo diferente, pero luego decía que aun así pronto me aburriría. Cada vez que decía eso la gente me miraba como hipnotizada. De verdad me sentía así. Ante la reacción de los demás me ponía tensa y comenzaba a explicar. Decía que Júpiter también me aburriría porque después de estar allí un tiempo ya lo habría visto todo. Luego me escuchaba a mí misma nombrar planetas y ahondar en el tema para hacer que me entendieran, hasta que enloquecía y entonces la rabia se apoderaba de mí. Me veía como una imbécil. Diez minutos después sonaba como una loca y simplemente mandaba a todos a la mierda.
Así que pensé que Sarah tenía un “algo” distinto para mí. Era una manera completamente diferente y más arriesgada de meterme en líos.
No mucho tiempo después, tuvimos drogas y alcohol en cualquier momento del día y cualquier día de la semana. El inventario contaba con marihuana, cocaína y distintas pastillas en ciertas ocasiones. Todo lo mezclábamos. En una misma noche podíamos beber dos litros de cerveza cada una, una caja de vino y darnos tantas líneas de cocaína que nos era imposible llevar la cuenta.
Mi nueva compañera de locura compraba las drogas a Omar, un tipo muy poco intimidante que mandaba a un pobre adicto empedernido a que negociara con nosotras. Quedó fuera cuando se descontroló por completo y no le convino a nadie tenerlo cerca.
Varias veces fui con Sarah a buscar las drogas. Ver al infeliz me hacía sentir lástima, pero nunca me puse en su lugar ni temí por nosotras. Sólo íbamos a un boliche sobre Avenida de Mayo y bajábamos las escaleras hasta el sótano envuelto en humo de colores y caras pálidas. También íbamos a otros sitios y a veces tomábamos tabletas enteras de cafeína con gaseosa y tragos de gin con jugo de limón.
De vez en cuando nos acompañaban Alex y la directora, pero no duró mucho. Ninguna de las dos soportaba a Sarah y poco después Alex dejó de salir conmigo para hacerlo con la directora y su amiga. Lo extraño era que Alex tampoco soportaba a sus nuevas compañeras, pero aun así prefería verlas a quedarse en casa o tener que llamarme.
También solía ir con Lucas a una fiesta clandestina debajo de un bar que por fuera se veía como cualquier otro. Teníamos que mencionar al tipo que nos había hablado del lugar para poder entrar.
Justo dos días después de que el bar fuera clausurado, Marie vino a buscarme porque necesitaba “un recreo como el que solíamos hacer”. Pasamos tres noches en un hotel barato, encerradas en la habitación y como a años luz de la civilización. Mi amiga estaba tan desconcertada que inventaba historias a cualquiera que pasara cerca, desde los empleados del hotel hasta otros huéspedes.
La segunda noche y después de permanecer aisladas todo el día, un nene de unos cuatro años se equivocó de habitación y abrió la puerta sorpresivamente. Sus padres se lo llevaron y apenas alcanzaron a ver dos personas sobre la cama. Estábamos acostadas una junto a la otra y no quise pensar qué pudieron haber imaginado. Nos vieron inmóviles mirando el techo, pero apenas se fueron sacamos una botella de licor de debajo de la cama y seguimos bebiendo.
“Y ahí están ellos yaciendo en la desilusión, la colapsada ante la vista de los otros. Entumecidos, enfermos, esperando que la muerte llegue y aun sin desear ceder el último respiro. Esperan. Las cosas se volvieron demasiado oscuras de manejar. Creen rechazar el dolor, pero sólo rechazan su existencia como lo hacen con la propia.
Y yo estoy atrapada entre paredes, aunque no durará por siempre. Nada lo hace. Viviré y moriré, pero no soy quien no sabe cuán real todo esto es”.
Llegué a casa con ese escrito en mi mochila y ojeras casi azules. Marie dijo que pasé una hora entera escribiendo mientras se paseaba de un lado a otro de la habitación. Le pregunté por qué no salió, pero arqueó una ceja y dijo “¿dónde iba a ir?”. Sus ataques de pánico causados por las drogas no la dejaban alejarse. Había intentado salir a la calle y caminar un rato, pero apenas llegó a la puerta principal del hotel tuvo que volverse y colocar una silla detrás de la puerta.
Regresé de una maratón de excesos y quise descansar, así que desconecté el teléfono y encendí la tele. Sarah me había dejado varios mensajes en mi celular y en mi casilla de correo electrónico.
Primero vi a Alex, la directora y Lucas. Vinieron a casa tres fines de semana seguidos, un martes y un jueves, hasta que un poli vino en dos oportunidades por quejas de los vecinos. Volví a ver a Sarah. Comencé a salir con ella aun más que antes y pronto estuve lejos de todo lo que conocía.
No creía en aquel tiempo que mi hartazgo por las cosas que no me gustaban de la vida pudiera aliviarse, sino que mutaba y se expresaba a través de distintas formas de autodestrucción, formas que también iban cambiando y a veces se repetían. Finalmente, no era otra cosa más que una insatisfecha del mundo, una inconforme solitaria. Una persona que apenas lograba tolerar la vida, con inclinaciones autodestructivas y casi siempre sofocantes. Después de una adolescencia espantosa, repleta de gente perversa y situaciones horribles, ya no necesitaba hurtar ni correr de un lado a otro. Al menos era conciente de que quería algo más.
Vi a Marie dos veces y luego desapareció definitivamente. La primera vez vino a casa y me pidió quedarse unos días. Quería ocultarse después de haber quedado detenida tras una especie de redada policial. La habían encontrado en un local alquilado donde sobraban orgías con drogas y gente relajada.
La segunda y última vez que la vi fue por casualidad, en el centro, saliendo de una tienda. Habíamos tenido una discusión enorme y me costó creerle cuando dijo que iría otra vez a la costa por asuntos de Irene. Pensé que tal vez sólo quería alejarse de mí, pero yo hubiese hecho lo mismo en su lugar.
No estaba segura de querer regresar. Se veía preocupada y cansada, pero me dio un abrazo y se despidió. Nunca más oí de ella ni de Irene.
Dos días más tarde dijo tener que hacer algo y me llevó con ella. Tomamos el autobús 26 y terminamos en una villa donde nos esperaba una chica para “poder entrar”. Llevaba una campera de jean negra que combinaba con pantalones de vestir y botas estilizadas. Su cabello era negro y largo, y sus ojos azules. Su ropa y su actitud no encajaban en aquel lugar. Pareció leer mi mente cuando lo pensé, ya que enseguida me explicó que su padre había perdido su empleo y fueron a parar ahí. No necesitaba explicar nada, pero sabía lo que las personas pensaban a primera vista.
Había chicos descalzos jugando a la pelota y perros perdidos por todas partes. Las casas eran de chapa y tenían ventanas rotas. Pude ver algún que otro auto desguasado a lo lejos y tres adolescentes compartiendo una botella.
Carla, sin embargo, tenía su casa como un museo de lo más interesante. Tenía una repisa repleta de vinilos de Los Beatles y Los Rolling Stones. En la pared tenía una foto de Paul Mc.Cartney autografiada y una camiseta del equipo de Liverpool que le habían traído de Inglaterra. En un rincón tenía una Fender Strato americana que tocaba su hermano, y junto a una garrafa tenía equipos de audio carísimos, un casco de motocicleta y una caja con más de doscientos cds.
Pidió permiso y sacó una bolsa llena de marihuana. Ahí entendí todo y miré a Marie, pero estaba en su pose de persona de negocios y se limitó a devolverme una sonrisa.
Carla ató su cabello y nos separó más de 50 pesos en marihuana. Salimos a probarla y entonces decidí poner mi parte del dinero. Luego fumamos un poco con ella cerca de su casa, a la vista de sus vecinos, y me marché con Marie. La calidad de esa porquería era “turbo” y en el autobús de regreso no lograba parar de reír, pero de cuando en cuando quedaba callada mientras Marie parecía hablarme en cámara lenta.
- No…te…rías…de…mí –salía de su boca.
- No me río de vos –le dije –Me río de la situación.
- Este viaje…una rareza que…la pendeja que mira –Marie me señaló a una chica que no dejaba de mirarnos, pero era más de lo que podía tolerar entonces.
Alex y yo nos veíamos dos veces por semana, siempre a la noche. A veces se sumaba la directora y una amiga de ella llamada Erika. Esta última no me caía muy bien, pero una vez que se emborrachaba nos hacía doler el estómago de risa.
Cuando no teníamos dónde ir, nos quedábamos en mi casa y en algunas ocasiones nadie se iba hasta las diez de la mañana. Todas esperábamos el fin de semana.
Marie solía unirse y siempre traía alguna anécdota nueva para divertirnos. Podía ser cualquier cosa. Hablaba de cómo Irene estaba perdiendo la memoria, de su ex pareja que era un pésimo amante o incluso de nuestro comportamiento en la costa. Siempre dejábamos el equipo de audio encendido hasta las cinco y apenas bajábamos el volumen cuando comenzaba a amanecer. Marie se tambaleaba y chocaba las paredes hasta llegar al baño para luego salir con el cabello mojado.
Un lunes decidí empezar a hacer algo diferente, no sólo esperar el fin de semana y maldecir los domingos por mi resaca o el desastre de la noche anterior. Compré un cuaderno y comencé a concentrarme en escribir otra vez. Luego me anoté en un curso de dibujo y pintura y en otro de teatro. Sabía que no duraría, pero me esforcé en aguantar y logré asistir a ambos cursos durante tres meses o un poco más. Estaba sin rumbo y agotada de pensar. Era lo único que hacía: pensaba si estaba en lo correcto, si en realidad sólo debía dedicarme a escribir o si tal vez debía volver a formar una banda y tocar en vivo como lo había hecho a los 17 años. Estaba buscando mal porque creía necesitar saber qué era lo más adecuado para mí, en lugar de descubrir qué era lo que realmente quería.
Lo que me hacía bien era escuchar música y conocer gente. Así fue cómo di con una fanática de la música que acababa de dejar la medicación que su psiquiatra le recetaba. Estaba como loca a cualquier hora del día. Su nombre era Sarah y hacía hincapié en escribirlo con una H al final aunque en su documento no la tuviera. Era de baja estatura, cabello corto y castaño, y unos ojos negros penetrantes que por momentos me incomodaban. Cambiaba su aspecto a menudo. A veces aparecía con el cabello teñido de rosa y otras de negro o rubio.
Venía de una familia trágica, de hecho toda su historia era como una tragedia griega. Daba la sensación de que odiaba a sus padres. Les había robado dinero y luego había intentado suicidarse en dos ocasiones. No logré verlo entonces, pero realmente la conocí en el momento preciso para mandar todo al carajo y meterme en más problemas.
Apenas nos habíamos visto dos veces y ya quería involucrarme en un nuevo plan. Quería robar a sus padres una gran suma de dinero para huir y empezar una nueva vida. Nos vimos en un bar cerca del parque Centenario y trajo con ella un plano de su casa. Habló durante dos horas mientras yo bebía mi café. Lo había estado pensando durante los últimos dos meses y al conocerme creyó que ya no tendría que hacerlo sola. En cuestión de minutos supe que sólo me perjudicaría, pero el plan de huir pasó de moda para ella y nos quedamos en la ciudad.
Sin embargo había algo en ella, y esa palabra, “algo”, significaba mucho para mí. Estaba en constante búsqueda de cualquier cosa nueva que pudiera satisfacerme. Creía que nada lo haría, que debía irme a Júpiter para realmente encontrar algo diferente, pero luego decía que aun así pronto me aburriría. Cada vez que decía eso la gente me miraba como hipnotizada. De verdad me sentía así. Ante la reacción de los demás me ponía tensa y comenzaba a explicar. Decía que Júpiter también me aburriría porque después de estar allí un tiempo ya lo habría visto todo. Luego me escuchaba a mí misma nombrar planetas y ahondar en el tema para hacer que me entendieran, hasta que enloquecía y entonces la rabia se apoderaba de mí. Me veía como una imbécil. Diez minutos después sonaba como una loca y simplemente mandaba a todos a la mierda.
Así que pensé que Sarah tenía un “algo” distinto para mí. Era una manera completamente diferente y más arriesgada de meterme en líos.
No mucho tiempo después, tuvimos drogas y alcohol en cualquier momento del día y cualquier día de la semana. El inventario contaba con marihuana, cocaína y distintas pastillas en ciertas ocasiones. Todo lo mezclábamos. En una misma noche podíamos beber dos litros de cerveza cada una, una caja de vino y darnos tantas líneas de cocaína que nos era imposible llevar la cuenta.
Mi nueva compañera de locura compraba las drogas a Omar, un tipo muy poco intimidante que mandaba a un pobre adicto empedernido a que negociara con nosotras. Quedó fuera cuando se descontroló por completo y no le convino a nadie tenerlo cerca.
Varias veces fui con Sarah a buscar las drogas. Ver al infeliz me hacía sentir lástima, pero nunca me puse en su lugar ni temí por nosotras. Sólo íbamos a un boliche sobre Avenida de Mayo y bajábamos las escaleras hasta el sótano envuelto en humo de colores y caras pálidas. También íbamos a otros sitios y a veces tomábamos tabletas enteras de cafeína con gaseosa y tragos de gin con jugo de limón.
De vez en cuando nos acompañaban Alex y la directora, pero no duró mucho. Ninguna de las dos soportaba a Sarah y poco después Alex dejó de salir conmigo para hacerlo con la directora y su amiga. Lo extraño era que Alex tampoco soportaba a sus nuevas compañeras, pero aun así prefería verlas a quedarse en casa o tener que llamarme.
También solía ir con Lucas a una fiesta clandestina debajo de un bar que por fuera se veía como cualquier otro. Teníamos que mencionar al tipo que nos había hablado del lugar para poder entrar.
Justo dos días después de que el bar fuera clausurado, Marie vino a buscarme porque necesitaba “un recreo como el que solíamos hacer”. Pasamos tres noches en un hotel barato, encerradas en la habitación y como a años luz de la civilización. Mi amiga estaba tan desconcertada que inventaba historias a cualquiera que pasara cerca, desde los empleados del hotel hasta otros huéspedes.
La segunda noche y después de permanecer aisladas todo el día, un nene de unos cuatro años se equivocó de habitación y abrió la puerta sorpresivamente. Sus padres se lo llevaron y apenas alcanzaron a ver dos personas sobre la cama. Estábamos acostadas una junto a la otra y no quise pensar qué pudieron haber imaginado. Nos vieron inmóviles mirando el techo, pero apenas se fueron sacamos una botella de licor de debajo de la cama y seguimos bebiendo.
“Y ahí están ellos yaciendo en la desilusión, la colapsada ante la vista de los otros. Entumecidos, enfermos, esperando que la muerte llegue y aun sin desear ceder el último respiro. Esperan. Las cosas se volvieron demasiado oscuras de manejar. Creen rechazar el dolor, pero sólo rechazan su existencia como lo hacen con la propia.
Y yo estoy atrapada entre paredes, aunque no durará por siempre. Nada lo hace. Viviré y moriré, pero no soy quien no sabe cuán real todo esto es”.
Llegué a casa con ese escrito en mi mochila y ojeras casi azules. Marie dijo que pasé una hora entera escribiendo mientras se paseaba de un lado a otro de la habitación. Le pregunté por qué no salió, pero arqueó una ceja y dijo “¿dónde iba a ir?”. Sus ataques de pánico causados por las drogas no la dejaban alejarse. Había intentado salir a la calle y caminar un rato, pero apenas llegó a la puerta principal del hotel tuvo que volverse y colocar una silla detrás de la puerta.
Regresé de una maratón de excesos y quise descansar, así que desconecté el teléfono y encendí la tele. Sarah me había dejado varios mensajes en mi celular y en mi casilla de correo electrónico.
Primero vi a Alex, la directora y Lucas. Vinieron a casa tres fines de semana seguidos, un martes y un jueves, hasta que un poli vino en dos oportunidades por quejas de los vecinos. Volví a ver a Sarah. Comencé a salir con ella aun más que antes y pronto estuve lejos de todo lo que conocía.
No creía en aquel tiempo que mi hartazgo por las cosas que no me gustaban de la vida pudiera aliviarse, sino que mutaba y se expresaba a través de distintas formas de autodestrucción, formas que también iban cambiando y a veces se repetían. Finalmente, no era otra cosa más que una insatisfecha del mundo, una inconforme solitaria. Una persona que apenas lograba tolerar la vida, con inclinaciones autodestructivas y casi siempre sofocantes. Después de una adolescencia espantosa, repleta de gente perversa y situaciones horribles, ya no necesitaba hurtar ni correr de un lado a otro. Al menos era conciente de que quería algo más.
Vi a Marie dos veces y luego desapareció definitivamente. La primera vez vino a casa y me pidió quedarse unos días. Quería ocultarse después de haber quedado detenida tras una especie de redada policial. La habían encontrado en un local alquilado donde sobraban orgías con drogas y gente relajada.
La segunda y última vez que la vi fue por casualidad, en el centro, saliendo de una tienda. Habíamos tenido una discusión enorme y me costó creerle cuando dijo que iría otra vez a la costa por asuntos de Irene. Pensé que tal vez sólo quería alejarse de mí, pero yo hubiese hecho lo mismo en su lugar.
No estaba segura de querer regresar. Se veía preocupada y cansada, pero me dio un abrazo y se despidió. Nunca más oí de ella ni de Irene.
[Continúa...]
Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg
Acerca de "Temporadas en el país de las maravillas"
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