Pages

Vivir al límite

02 diciembre 2008

Escribe: Florencia Marino

El último semáforo en rojo pareció retenernos por horas. No sabía dónde estaba yendo y mi garganta se había secado en algún punto de la noche anterior. Seguramente mientras me decían que no hiciera preguntas y me subiera al taxi que vendría a buscarme después del desayuno.
El taxista no había recibido más recomendación que dejarme en la entrada principal de “ese lugar donde vamos”, y ahí fue dónde bajé del auto sin decir nada. Sobre una pequeña puerta había un cartel que decía “ALUBA: Asociación de Lucha contra la Bulimia y la Anorexia”. No entendía absolutamente nada, pero el tipo esperaba que entrara desde el auto así que lo hice, después de asentir con la cabeza.
Recorrí un pasillo con un jardín de árboles a la izquierda y luego subí unas escaleras. Un tipo no muy alto que llevaba delantal blanco me dejó entrar, siempre sonriendo. “Podés sentarte en el patio y esperarme un minutito”, me dijo, pero entonces ya había notado su manía de achicar los ojos para sonreír.
El patio tenía baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez. “Así es cómo se ven los loqueros”, pensé. Puertas por todas partes, gente luciendo delantales y varios letreros con frases célebres de profesionales del psicoanálisis – y otras cuantas del estilo de El Alquimista – que aumentaron mi tensión.
¿Quién es el gordito alegre que me recibió?”, le pregunté a una adolescente que pasaba por ahí. “Marcelo. Marcelo Bregua. Es el que coordina todo acá”. La chica siguió su camino y fui al baño. No había espejos “porque las chicas sufren patologías alimentarias”, me dijeron. Entraban y salían del baño en grupo, ninguna podía ir sola. Unos cuantos exámenes y descartaron que sufriera alguna de esas patologías. Me diagnosticaron trastorno Borderline, lo que me dejaba frente a todos como una persona sin límites y peligrosa para sí misma. “No quise suicidarme”, dije unas diez veces, “esto es un error”… Pero aquel estúpido accidente había sido el resultado de una noche de excesos y ellos insistían en que disfrutaba haciéndome daño. “¡Como sea! No pienso abrir la boca”…
Unos meses después comencé a romper el hielo. Pasaba medio día, varias veces por semana, escuchando a otros pacientes del grupo “border” como Mariela, que había intentado terminar con su vida siete veces pero había fallado todas. Dieciséis años y estaba acostumbrada a un padre golpeador y a envolver su cabeza llena de pecas con bolsas negras de residuos.
Carolina tenía problemas con el alcohol, igual que su madre y su abuela. Todos habían estado en problemas durante años de una forma u otra: hurtaban y robaban, se autolesionaban, consumían sustancias en exceso o habían intentado suicidarse. Teníamos una o más cosas en común y eso hizo que me mantuviera callada para escuchar. “Ustedes son terribles inconformistas”, decía Marcelo cada vez que no estábamos de acuerdo con él en algo.

Quise saber algo más del tema y comencé a hacer preguntas e investigar. Supe que no es un trastorno fácil de tratar para los profesionales y que muchos brindan un tratamiento grupal de varias veces por semana. ALUBA tiene el plus de la familia. Quieren que las familias de los pacientes participen de la terapia. Eso no podía tolerarlo. No estaba preparada. “Muchos de ustedes están al margen de la ley y la sociedad. Buscan afecto de maneras equivocadas y tienen que superarse sin esa tendencia a rebelarse y actuar por impulso”, dijo Marcelo antes de que me fuera.
Yo seguía preguntándome en qué iba a ayudar que mis padres estuvieran allí, especialmente cuando aún no reconocían lo disfuncional que siempre habíamos sido como familia y sólo me hacían estallar en ira al recordar el pasado. Una vez más cargaba con mochilas ajenas. La primera parte del tratamiento estaba terminada y pasó un tiempo antes de que continuara con la terapia. Así que le devolví una de esas sonrisas más bien mueca a Marcelo y apreté la mano de Maxi, quien para variar no había caído preso en dos meses. Luego salí a la calle para buscar un taxi y volver a casa. Mariela llegó con su madre y me dijo que querían internarla porque había intentado quitarse la vida una vez más.
No supe si se veía abatida por haber fallado de nuevo o por no poder evitar descontrolarse, pero para entonces ya sabía que podía reconocer cuando estuviera a punto de cruzar mis propios límites y eso me bastaba. ¿Cambié? ¿Tiene cura? Pueden medicarte y pueden encerrarte, pero lleva toda una vida lograr un equilibrio y hay que estar siempre atento. No todos tienen tanta paciencia. ¿Yo? Me cuido en las comidas y miro hacia ambos lados antes de cruzar la calle.

Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg

2 comentarios:

Gus dijo...

Hola Flor

Me tocó de cerca el tema éste debido a que una amiga cayó en eso y temí y sigo temiendo por su vida. Es un tema que da para largo pero muy muy jodido más de lo qeu la gente cree
beso,
Gus

Anónimo dijo...

Gus: lamento eso, pero es cierto. Una vez este tipo me dijo: "el problema mayor es que este trastorno se combina con muchos otros" y "tienen que aprender a usarlo a su favor"...
Gracias x pasarte, un abrazo.