O de cómo, ya lanzado a la reflexión, el cronista advierte que ha comenzado a valorar lo que alguna vez condenó.
Jóvenes compatriotas:
Yo, al final, estoy harto de este mundo anciano. Algún día, cuando ya no se me ocurra nada y la decrepitud empiece a penetrar en mi cerebro, prometo pegarme un tiro. Si mi fotografía tuviera que aparecer mañana en la portada de los diarios, no querría que fuera para ilustrar las virtudes de una vejez sanamente productiva, presentable en sociedad como certificado de cordura y diploma de una vida bien empleada. Después de todo, dado que la mitad del tiempo me la paso resistiendo y la otra mitad indignándome, tengo derecho a rechazar con un último gesto de nobleza esa coartada universal.
Ahora bien, como no pienso perder aquí ni un minuto refutando la superstición de una longevidad amasada con sensatez, mucho deporte y chequeos periódicos, iré derecho al grano. Pero, antes de apretarlo, aclararé que el tema que me propongo abordar es tan escabroso para mí, que suelo estar con respecto a él en desacuerdo incluso con quienes me dan ocasionalmente la razón. En otras palabras, considerando que la verdadera catástrofe es que todo siga así, me veo en el compromiso de elogiar la indiferencia, pese a que hacerlo implique, ya que hemos hablado de suicidio, proceder a efectuar por escrito mi hara-kiri político.Hechas estas salvedades, confieso que deseo incurrir en una contradicción. Si fuera en realidad consecuente con lo que pienso, debería guardar silencio para siempre, limitándome en adelante a señalar con el dedo y a esbozar, de vez en cuando, alguna que otra sonrisa necia. Sin embargo, dado que últimamente el tiempo huele a plagio y el mutismo es sospechado de original, como carezco de ideas propias y no está en mis cálculos aburrir a nadie, creo oportuno comenzar mi elogio parafraseando las palabras con las que el más gracioso de los hermanos Marx inició su inolvidable manifiesto comunista.
Así es que, por donde se lo mire, un fantasma recorre la esfera del poder: el fantasma de la indiferencia. Todas los fuerzas de la vieja Argentina se han unido en santa cruzada, bajo el lema del compromiso y la participación, para acosar a este espectro que amenaza con poner fin al escenario de la política nacional. Todos se han unido, con unanimidad conmovedora, para exorcizar juntos al demonio: los radicales y los peronistas, los curas y los polizontes, los militares cavernícolas y los sindicalistas mesiánicos, los fascistas y los comunistas, los intelectuales de izquierda y los de derecha.
De lo expuesto resulta, con perdón de esta súbita impronta pedagógica, una doble enseñanza. Si la educación hasta el momento es algo que reciben los más, que muchos transmiten y pocos tienen, nosotros podemos enorgullecernos de haber aprendido en primer lugar que la indiferencia ha sido reconocida como una fuerza por todo la clase política argentina. En segundo lugar, la historia ha demostrado que es hora de que los indiferentes proclamen al mundo entero sus razones, aunque por definición sólo deberían hacerlo bajo la forma de un discurso latente, de un manifiesto silencioso, de una estrategia fatal y prácticamente absurda, cuyo detalle prefiero no precisar, cediendo con generosidad mi pluma al lector y abriendo un nuevo párrafo.
De este modo, ante la circunstancia de que el próximo 6 de septiembre varios millones de jóvenes entrarán a ciegas al cuarto oscuro, me parece un sincero gesto de filantropía de mi parte recordar que la cuestión no es saber por quién votar en las elecciones, sino cómo hacer para dilapidar correctamente el voto cuando estemos solos y no nos veo nadie. No es por otra razón, al margen de que no quiero ser objeto de burla entre mis camaradas de armas, que sugiero como emblema de estos comicios la clásica consigna de "matar con la indiferencia” aun cuando no se opte por sufragar en blanco, por la obtención o el anulado ex profeso. Es más, creo que el éxito de una estrategia silenciosa como la que propongo, su revancha espectacular contra el poder, estaría cifrada en la victoria exorbitante de la UCR, secundada de cerca por el Partido Justicialista, cosa por cierto bastante improbable en la Argentina, donde para algunos amigos el gobierno está a la izquierda de la sociedad porque no puede estar más a la derecha que ellos mismos.
Dicho esto, quisiera pedirle al lector tuviera a bien devolverme inmediatamente la pluma, pues lo que acaba de escribir es una infamia y una exageración inexcusable. Lo que usted ha dicho es una barbaridad sólo comparable a sostener a pie juntillas que en este país tenemos una izquierda paleolítica, verdadero prodigio de la naturaleza que ha nacido con la edad de un difunto.
¡Basta ya, jóvenes compatriotas! Es preciso un esfuerzo más para que mañana no nos acusen de ser los hijos de Videla. Convengamos que la vida, amigos míos, es digna de mejor causa. Durante Semana Santa descubrimos, por ejemplo, que nuestra misión no era convertirnos en sujetos de la historia, sino resignarnos a ser dóciles objetos de lo político. Aquella tarde, en el balcón, todos tenían la misma sonrisa. No se diferenciaban en nada Adelina y Víctor Martínez, Manzano y el general Ríos Ereñú, Leopardo Moreau y el cardenal Aramburu. No quisiera, compañeros y correligionarios, escuchar un día que al otro lado de la escena, entre oscuros bastidores y comedidas sotanas, empezaba entonces a incubarse el huevo de la serpiente. Ahora parece que la casa está en orden y el coronel encerrado en el gallinero. Quizás esta vez, por más que sea la última vez, la indiferencia actúe como un llamado de alerta, como una señal que pueda salvarnos de una nueva catástrofe.
Elogio de la indiferencia
18 abril 2008
Felices Pascuas.
Etiquetas: Caín, Ricardo Ibarlucía
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