Pecador público. Eso fue. Aunque lo digan cineasta, poeta, ensayista, periodista, autor de novelas. "He sido declarado pecador público", admítió alguna vez, en el prefacio a un libro de Jean Duflot. "Provocador", se definía: aquel que nada en las aguas del escándalo. Su primer acto público fue un desafío. Dedicar a su padre, un oficial del Ejército, un fascista, un libro de poemas escrito en el dialecto friulano. Los mussolinianos abominaban de los dialectos: los tenían por "inferiores". "Toda confesión es un desafío, sostuvo, y yo soy un provocador". Católico y marxista, fue boicoteado por ambos Credos. Su mera existencia significaba la posibilidad de la síntesis, una perspectiva que no agradaba a los ortodoxos de uno y otro bando. Llegó al cine a los cuarenta años, "sin saber siquiera que había distintas clases de lentes para la cámara". Su film La Ricotta le valió la prisión. Los cuentos de Canterbury (1972) fue declarado obscena, y su estreno en Italia, demorado hasta el infinito. "Siempre me he comportado lo peor posible, escribió, tal como quería".
En ese sentido, Pasolini era un cainita. Hubo libros de poemas, novelas, más películas –cómo Teorema, Decamerón, Las mil y una noches–. Hubo polémicas y diatribas siempre crecientes. "Suscito odio porque soy diferente", se definió, “es un odio de índole racial".
Marcelo Figueras
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