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Pasolini, el hermano de Abel

07 abril 2008

Postales de RepPecador público. Eso fue. Aunque lo digan cineasta, poeta, ensayista, periodista, autor de novelas. "He sido declarado pecador público", admítió alguna vez, en el prefacio a un libro de Jean Duflot. "Provocador", se definía: aquel que nada en las aguas del escándalo. Su primer acto público fue un desafío. Dedicar a su padre, un oficial del Ejército, un fascista, un libro de poemas escrito en el dialecto friulano. Los mussolinianos abominaban de los dialectos: los tenían por "inferiores". "Toda confesión es un desafío, sostuvo, y yo soy un provocador". Católico y marxista, fue boicoteado por ambos Credos. Su mera existencia significaba la posibilidad de la síntesis, una perspectiva que no agradaba a los ortodoxos de uno y otro bando. Llegó al cine a los cuarenta años, "sin saber siquiera que había distintas clases de lentes para la cámara". Su film La Ricotta le valió la prisión. Los cuentos de Canterbury (1972) fue declarado obscena, y su estreno en Italia, demorado hasta el infinito. "Siempre me he comportado lo peor posible, escribió, tal como quería".
En ese sentido, Pasolini era un cainita. Hubo libros de poemas, novelas, más películas –cómo Teorema, Decamerón, Las mil y una noches–. Hubo polémicas y diatribas siempre crecientes. "Suscito odio porque soy diferente", se definió, “es un odio de índole racial".

Para cuando filmó Saló, o los 120 días de Sodoma, en 1975, lo había ganado el escepticismo. "Hay motivos para la esperanza que no puedo permitirme", decía.
Testamento, summa pasoliniana, Saló releía al Marqués de Sade ubicando a sus criaturas en la Italia de 1944. Apeló allí a “la acumulación obsesiva, hasta el límite, de los hechos sádicos".
Empero, la violencia que mostraba no era gratuita. Pretendía escandalizar, aguijonear, alertar sobre el advenimiento de una nueva clase de Estado fascista. Un año más tarde, en 1976, lo que tuvo lugar en la Argentina le dio la razón.
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Pasolini no llegó a comprobarlo. En noviembre de 1975, un adolescente lo mató a golpes y arrolló luego el cadáver con un Alfa Romeo. Si hubo alguien que permaneció impasible ante el hecho, fue él. Esa muerte le correspondía. Era la muerte de un pecador público. "A esta altura, sólo me queda el exilio o el suicidio", había vaticinado días antes. lntuía que la sociedad sólo habría de aceptarlo una vez muerto, y que esa muerte sería una forma de adaptarse a ella. Planeó, entonces, su regalo final: "Como la adaptación es una derrota, y la derrota nos vuelve agresivos y hasta un poco crueles, aquí está Saló".
Lo dicho: aquí está Saló.

Marcelo Figueras

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